Quería haber comenzado hoy con una canción triste, alegre, bella , una canción en el que nuestro mundo, mires para donde mires, se rompe en pedazos y solo se sustenta por los sueños, la imaginación y sus presencias. Era una canción descubierta al (des)amparo de un capítulo magistral (el duodécimo de la segunda temporada) de The Big C, que me dejó el regusto de haber visto historias que se desconectaban y momentos sublimes. Iba a hacer una entrada triste, melancólica y resabiada, centrada en los momentos en los que el ser humano es vulnerable para lo malo.
Pero hoy ha vuelto Chipirón en forma de música abierta a la alegría. Ha vuelto en la forma desbordante de señalar lo que es evidente y tantas veces se nos olvida. El regalo me lo ha brindado nuestra selección española de baloncesto, que regalaba todos los días un poco de optimismo a Felipe Reyes con una canción para ayudarle a superar la reciente muerte de su padre. Los jugadores hacían un corro y le cantaban «Todos los días sale el sol». Es una canción de de Bongo Botrako inyectada por el dulce suero de la certeza de que el telón de la noche no hace más que augurar que la función continuará mañana. Y, en la premeditación de la epanadiplosis, nos dice: «Ey, Chipirón, todos los días sale el sol, Chipirón». Y es una canción que también mira para abajo y para arriba, con noches y días, con sueños tangibles y amaneceres. Dulces amaneceres que, una vez matizados, nos demuestran que las canciones tristes y alegres no son tan diferentes, a veces.