El turista, hoy, ha decidido abandonar la paz de los árboles, del campo y de los confines verdes y azules por el ajetreo de la gran ciudad. Hacía más de veinte años que no recorría sus calles y se ha sentido especialmente cómodo. Le ha divertido ver el trasiego de turistas empecinados en ver mercados, edificios acomodados al orden natural, altos confines hacia el mundo celestial. Ha soportado el calor con perseverancia, ayudado por un poco de agua fría, sustentado por la ilusión de redescubrir lo que vio un día, de adivinar nuevos matices en las cosas y en las personas. Por circunstancias parcialmente ajenas a su voluntad, se ha visto empujado hacia un gran estadio deportivo. Ha paseado por las sombras de los triunfos y por las luces de los pasillos umbríos. Ha contemplado gente uniformada que hacía de estos momentos una ilusión, una sintonía con lo que supone la victoria. Al turista le hubiese gustado un ambiente más amparado en los momentos de derrota, en los minutos tristes en los que se pierden los millones y las sonrisas, pero aquí solo hay lugar para la construcción del mito. Reconoce que el ambiente es soberbio, aunque su personalidad cetrina le empuja más hacia los pequeños detalles (un césped sin la mancilla de la cal, unos chicles conformando un bonito collage) que hacia la parafernalia y el ornamento. Una vez fuera del recinto, el turista ha girado la cabeza y ha visto un pabellón mucho más pequeño. Le hubiese gustado encerrarse a solas, frente a una canasta y, en el silencio más rotundo, en la soledad más inconsolable, botar el balón tres veces y sentir el eco; respirar hondo; soltar todo el aire; lanzar a canasta con un preciso giro de muñeca. Y comprobar que, pese a todos los pesares, el mundo vuelve a estar en su sitio.
(La imagen pertenece a mi galería de Flickr.)
El mundo siempre sigue ahí… Y menos mal, porque sí no, estaríamos perdidos