Hace un mes tuve que empaquetar muchos años de mi vida familiar, recoger la vida de mis padres y disgregarla, dividirla, empaquetarla, seleccionarla o abandonarla. Entre las decisiones que tuve –tuvimos, que mi hermana estuvo también inmersa en el proceso–, nada más difícil como las cosas que, aparentemente, menos valor tenían. Una caja menuda en la que tu madre guardaba pequeñas cosas como si fueran tesoros; un archivador lleno de las facturas de la luz con la que leíste tantas horas; un cuadro que te quedabas observando fijamente cuando eras pequeño. De entre todas las elecciones, la mayor traición fue la de una planta, el último vestigio vivo de la casa que se abandonaba. Una planta testigo de los últimos cuidados de tu madre cuando aún le quedaban vestigios de razón. Uno de los grandes errores que he cometido, últimamente, fue no agarrarme con fuerza a la maceta para no desprenderme de ella hasta que tuviera el hálito de la savia.
(En la imagen, la rota imagen de una planta viva junto con otra, que –seca– me recordaba el mimo aplicado a las cosas pequeñas.)
El valor externo de las cosas a veces está tan alejado de su valor real, que nos duele mucho más, porque la gente no entiende ese valor que le damos. No sé si me explico, estoy un poco espesa…
Un beso
Preciosa, melancólica entrada. El proceso de deshacer la casa familiar siempre es un trago muy amargo. Recuerdo cuando mi hija y yo tuvimos que hacer lo mismo cuando falleció mi madre. Fue una experiencia traumática… ¡tantos recuerdos! Besotes, M.