Estás convencido de que es un trato injusto. Has dado muchas vueltas al asunto, tantas como para converte de que no es resquemor, de que no es pena de uno mismo. Te das cuenta del odio que anida en las decisiones. Percibes el desprecio que se cobija en cada gesto y en cada ausencia. Has intentado ver las cosas con una perspectiva amplia, en la que ya no te importa lo que te afecta directamente a ti, sino en lo que gira en tu entorno más inmediato; en lo que puede pensar alguien que no entienda ni una pizca del contexto. Piensas que la vida es un entorno hostil en el que no solo tú has tirado piedras, dado que a veces has recibido impactos contundentes que te han hecho daño a ti también. Por otro lado, has estado bien considerado solo en los tiempos en los que, por obligación o por educación, tenías que callarte, tenías que permanecer manso, tenías que bajar la cabeza y aguantar una a una todas las collejas. También tienes presente que no todo ha sido malo y que sería injusto contemplar la realidad exclusivamente con unas gafas ahumadas. Y que, en este mundo, si fuera en blanco y negro, habría ya 256 tonalidades y, por lo tanto, el mundo colorido es, por obligación, por propia esencia, un mundo lleno de matices.
Y sigues pensando. Y ves, que en el fondo, quizá la culpa no sea suya, que quizá estén en su derecho de comportarse de la manera habitual. Y, por lo tanto, también tienes muy claro que la culpa de todo esto la tiene solamente la persona que consiente y ha consentido que te traten a su antojo, como un leproso. Que la dignidad es cosa que uno defiende, pero que tienen que sustentarla los demás para que todos estemos de pie, que es la forma más sana de mirar a la cara al mundo y a sus desdichas.
(Imagen de Mario Izquierdo.)