Javier ha mirado por la ventana. La claridad y el alboroto de los viandantes, animados por el sol y un tiempo primaveral de verdad, le ha contagiado con una sonrisa. Javier se conoce lo suficiente como para saber que este movimiento hacia arriba de los labios, aparentemente fácil, no es impostado. Le ha salido de forma espontánea por primera vez desde hace tiempo. Las últimas semanas le han acostumbrado al peso del silencio y de la preocupación, al toma y daca de las tensiones que acaban por desparramarse entre los quicios de la nada. Javier sigue mirando y decide unirse a la fiesta del deambular callejero aprovechando la hora de luz y, por lo tanto, de un tiempo amable que le acaricie las mejillas.
Baja las escaleras de casa con la precaución de que no le duela el menisco, torturado por un movimiento brusco y por años y años de rigores deportivos. Javier abre la puerta del portal e, inconscientemente, inhala una porción de aire que hace suyo degustándolo y reteniéndolo durante unos segundos. Su terapeuta le enseñó a dosificar su respiración, a controlar sus tiempos para controlar sus nervios. Para cualquiera que no lo conozca, la personalidad de Javier es tan suave como la seda, reposada, serena y racional. En el interior, Javier es otra cosa: inseguro en su seguridad, razonable en su zozobra. Javier avanza en su paseo hacia un jardín cercano. Una joven empuja la silla de ruedas de una mujer que permanece con las piernas tapadas por una manta. La joven maneja la silla con soltura y, mientras empuja con la mano izquierda, aprovecha la izquierda de cuando en cuando para ir pelando y masticando pipas. La mujer tuerce la boca musitando alguna palabra, pero la joven sigue, indiferente, con su mirada fija hacia el horizonte. Javier se fija en un padre que, con los riñones al aire, empuja el sillín de la bici de un niño pequeño que tiene dentro de sí todos los miedos del equilibrio. El niño llora y el padre ríe más como recurso de atenuación que otra cosa. Al poco, se detiene sin haber podido conseguir su objetivo. Javier, sin querer, deja de prestar atención a su entorno para volverse hacía sí mismo. De forma compulsiva, coge el móvil y rastrea los mensajes y las últimas novedades de las redes sociales. Javier sabe que su vida se parece a una chabola elaborada con materiales de baja calidad y que se desmoronará a poco que las inclemencias del tiempo le den un par de envites. Ahora se fija en una pareja de chicos muy jóvenes que comparten la música de su reproductor, él con el auricular en su oreja izquierda y ella con el suyo en la derecha. Se dicen algo y se empujan, en un movimiento chocantemente armónico y cómplice.
Súbitamente, Javier se da la vuelta y emprende el camino de regreso. El sol ha ido quedando derrotado por la tarde, por el viento frío escondido tras las esquinas. Ha subido a su casa por el ascensor. Al llegar a su vivienda, se ha puesto la ropa de casa y, de nuevo, ha vuelto a ver la vida desde la ventana.
(Esta entrada permanece al proyecto narrativo Fragmentos para una teoría del caos. Imagen de Victoria Gracia.)
Creo que Javier no ha dejado de ver la vida desde una ventana en ningún momento del relato…