Esta mañana ha sido realmente fantástica. Como todos los domingos, ha tocado correr. He quedado con mi amigo Edu y, bajo una mañana fría pero soleada y sin viento, nos hemos puesto a trotar charlando de nuestras cosas, contando cómo nos ha ido la semana, los días que hemos cumplido con nuestro programa de entrenamiento, hablando de las cosas que nos gustan. Se dice que el ritmo de trote perfecto para un entrenamiento largo es el que te permite correr mientras hablas sin perder el resuello. Así ha sido: hemos llegado a «nuestro árbol» (un hito particular que ha marcado la distancia de entrenamiento estándar desde hace ni se sabe cuántos años) en un tiempo aceptable y, como el entrenar supone el correr con sentido hacia ninguna parte, nos hemos dado la vuelta para desandar el trayecto hasta llegar hasta nuestro punto de partida.
Hasta ahí, nada nuevo, nada especial. Como hemos salido antes de lo habitual, me encontraba bien y tenía fuerzas, he dado la vuelta y, cuando he dejado a Edu, he vuelto a emprender el trote. Me he ido engañando de forma paulatina, porque, aunque me iba repitiendo a mí mismo que llegaría hasta la pasarela de la plaza de toros y luego me he repetido que hasta la playa de Fuente del Prior y luego que hasta el campin, etcétera, al final he vuelto a llegar a nuestro árbol, que en este caso ha sido solo mío. Del mismo modo que cuando uno corre acompañado conversa con el compañero, cuando uno corre solo conversa consigo mismo. En algunos casos, la conversación es superficial, dejando casi la mente en blanco para pensar en el trayecto; en otros casos, da tiempo para reflexionar sobre cosas profundas, como las espinas con las que uno se pincha y las tenacillas con las que se las saca. En el transcurso de las miles y miles de zancadas, han pasado muchos kilómetros, muchos compañeros corredores (aunque hoy muchos menos, ya que había un cross de trayecto urbano) y muchos, muchos paseantes que despejan sus frentes al abrigo de los pocos grados sobre cero. Pese a lo que pueda parecer, dos horas de trayecto dan para un ascenso brusco de temperaturas y un cambio sustancial en el terreno que uno pisa, que ha ido de la tierra helada y dura al barrillo deslizante y peligroso.
Hoy ha sido, por lo tanto, un día de bucle y repetición. Si la aventura del corredor consiste en la ida y la vuelta a casa, hoy el cuerpo se me ha negado a volver pronto, porque las buenas experiencias son para repetirlas y los bucles dobles son para merodearlos con las piernas hasta que los músculos se agotan, hasta que el corazón se va agrandando a base de tanto oxígeno transportado con fuerza, hasta que el sudor va pasando de la expeditivo del frío a la asunción perfecta del poliéster. Porque el eterno retorno no es la repetición de lo mismo, sino el tránsito gozado por lo más excelso, que también tiene dentro sus miserias, sus desniveles y sus dificultades. Sublimación, le llaman algunos. Satisfacción y superación, dirían otros.
Hoy me ha gustado correr y volver a correr, sin volver inmediatamente a la calma, sin querer detenerme por lo obvio del trayecto. Hoy me ha gustado agotar la respiración entre el azul del día, el vaho del aliento y la experiencia doblada de habitar en una ciudad endiabladamente alargada pero dotada del terreno perfecto para avanzar deprisa, pero sin prisa. Hoy me ha gustado dar unos pasos que hacía muchos años que no daba. Me ha gustado sentir que podía establecer la meta que hoy deseaba y que el domingo siguiente estará más lejana, más escondida. Aunque el mundo se acabe, hoy he sentido que basta con darse la vuelta para poder escaparse, sin dejarle que, por una vez, sea el mundo el que mande y yo obedezca. Aunque repetir sea algo infantil y para muchos mecánico, es una experiencia. De vida. Contra la muerte.
(Imagen de ViaMoi.)