Mónica ha necesitado hoy un poco más de aplicación en su sesión de maquillaje. Un virus de esos a los que los médicos echan la culpa de los males del mundo ronda sus ojos, más chispeantes de lo normal, y una mala noche, llena de toses secas que salían de los pulmones con dolor y una fiebre que persistía, pese a la medicación, en los treinta ocho grados y medio le han tenido atada a la ingrata tarea de luchar por respirar. Pese a todo, se ha negado a quedarse en la cama. Pese a todo, ha perseverado obstinadamente en seguir con la rutina del día, que ha acumulado más tareas de lo normal. Su rostro queda matizado por una fuerte base de maquillaje que disimula su malestar por el exterior. Son diez minutos y listo, dice Mónica. La brocha ha desfilado por los pómulos. La sombra de ojos ha dejado una marca azulada en los párpados. Un discreto pintalabios ha rozado y matizado el rojo para diluirlo en algo más discreto y, por lo tanto, más manejable. Mónica, necesariamente, se acerca más y más al espejo. Mónica ha imaginado un mundo en el que los días se acumulasen con las espumas y los encajes de fines de semana largos, llenos de una paz que inunde su mundo. Pero sabe que vivir es eso, matizar cada día con el equilibrio que se logra entre los propósitos certeros, un sueño manejable y una buena conversación con el espejo, que es el amigo del alma, que es el amigo de nuestros reflejos y que matizan, por lo tanto, la equidistancia entre lo que somos y nuestro lado inverso. Que, a veces, es el correcto.
(Imagen de Yann Gensollen.)