Si algo destaca de la fotografía a primera vista, desde lejos, es un fuerte e intenso colorido. Apasaida (y –todo hay que decirlo– ligeramente descuadrada), un niño de unos tres años y un árbol de Navidad. El niño, a la izquierda, está ligeramente inclinado, en una posición que se nota esforzada, delante del abeto, adornado esencialmente con bolas plateadas y rojas, cintas de tela que rezuman elegancia y que giran en espiral hasta la copa, coronada por la inevitable estella. Lo que más destaca en torno a este árbol, sin embargo, es una iluminación discreta pero omnipresente. Se nota que el que ha preparado el árbol tiene un gusto selecto: utiliza las luces como apoyo cromático y lumínico, pero no usando un criterio de ostentación.
La gracia de la fotografía reside en que el niño, que parece recién llegado a casa y con la cazadora, el gorro y los guantes todavía puestos (el calor rezuma de sus mofletes) está inclinado cerca de una de esas luces discretas. El niño tiene los encarnados carrillos hinchados intentando, persistente e inutilmente (parece que la fotografía está tomada tras unos instantes de esfuerzo perseverante) apagar una preciosa bombilla, ligeramente alargada en forma de estalagmita. En la deriva de ese ingenuo egoísmo infantil, el crío, el crío ha pensado que todas las celebraciones son fiestas de cumpleaños.
Buenas tardes, Raúl Urbina:
¿Y te has fijado en el brillo de sus ojos, mientras repite una y otra vez los soplos?. Le gustan las celebraciones de cumpleaños, y apagar las velas. ¿Recuerdas?, se repitió la escena con las del pastel del abuelo, que hubo que encender hasta que se hicieron pequeñas. Y en el cumpleaños de su amigo querían soplar todos, y sólo les dejaron que lo hicieran al final.
Saludos.