Mónica no se ha despertado hoy demasiado pronto. Aunque está agobiada por el trabajo y por otras muchas preocupaciones, Mónica ha cambiado el ritmo de sus noches. Antes escogía con primor los últimos momentos del día: se obligaba a dejar abandonada cualquier tarea que tuviese que ver con el trabajo y se enfrascaba en alguna serie de calidad que le sobrecogiese o, si era cómica, le hiciera esbozar una sonrisa inteligente. Mónica ha descubierto que el pasatiempo inteligente y la nocturnidad no son buenos compañeros y ahora se decanta por películas emitidas por alguna emisora de televisión. Se deja llevar por un argumento fácil que consiga mecer y acompasar sus ritmos circadianos, que mitigue con los dramas de otros los lados más oscuros de su vida.
Decíamos que Mónica ha dejado las sábanas emitiendo una falta de sintonía entre el amanecer y el equilibrio natural que le caracteriza. Se ha dirigido a la cocina casi titubeante y ha propinado a su cuerpo al necesario chute de café, al que seguirá una rápida visita al cuarto de baño y una apertura de ventanas que inunde su casa de los sonidos de la calle. Después de otro café, Mónica ha decidido empezar el día con nuevas rutinas. Se ha resistido a la tentación de mirar las noticias en internet, se ha demorado más de lo habitual en el sofá de su cuarto de estar sin hacer otra cosa que ver asomar sus tobillos por las perneras del pijama.
Mónica se ha dirigido a la mesa y ha cogido su libro. Está contenta, porque hoy emprende una historia nueva. Mónica piensa que los libros hacen mella en cada capa de su existencia. Ahora lee en un libro electrónico de última generación y piensa que apretar un botón es menos cruel que pasar página, porque pasar página es necesariamente una metáfora y apretar un botón es, quizás, un símbolo. Ahora la vida no se le escurre cuando le queda medio centímetro de lectura. Una barra de estado le muestra que los destinos no se perciben a montones, sino que son líneas rectas en las que uno se desarrolla en un tanto por ciento ignorando cuánto monta el total.
Mónica ha soñado con esos mundos imaginarios pensando que son mundos reales; ha pensado que los mundos reales no son más que imaginaciones que se miran en el espejo de sus neuronas. Mónica va avanzando y, de momento, se niega a señalar los párrafos más concomitantes con la línea divisoria de sus sueños. Quiere que su mañana sea un continuo avanzar sin detenerse, una mañana sin nada reseñable más que sus anhelos de vivir en otras vidas.
Cuando ha pasado un buen rato enfrascada en su libro, Mónica se ha metido en la ducha para dejar resbalar sus frustraciones. Se ha secado de forma muy incompleta el pelo. Ha llegado a su habitación, ha abierto un cajón y ha dudado con qué prendas empezar el duro acto de vivir. Luego ha sonreído con un fondo de ojos tristes y ha decidido que la fantasía es el único acto inteligente que le queda a la humanidad. Se ha sentido inmanente y transcendente, se ha visto de frente y de través. Ha acabado enfundándose una blusa y ha bajado a la calle a respirar de forma directa esos pequeños retazos de verano que tiritan, aún, en su corazón.
Escrita mientas escuchaba Shania Twain – From This Moment On. («Una mañana para Mónica» pertenece a la serie de Fragmentos para una teoría del caos.)