El turista ha hecho un poco de vida social con alguno de los trabajadores del hotel. No hay que esperar mucho de su conciencia de clase, ya que ha aprovechado para hablar con uno de los guardias de seguridad en el compás de espera entre la clase de catamarán y la de windsurf. No obstante, menos da una piedra. Mientras el instructor de catamarán estaba con otros aprendices de marineros, el turista ha charlado largo y tendido con Juan Alberto Peña Ramírez. Su trabajo consiste en vigilar de posibles intrusiones en las instalaciones del hotel desde la playa. El turista se encuentra en un país en las que las playas son de libre acceso y, por lo tanto, las empresas hoteleras necesitan a alguien a pie de arena para proteger a los clientes de cualquier cosa que no sea el gratis total.
Juan Alberto es un tipo peculiar. Es tan mulato que en España pasaría por negro, si no fuese por unos preciosos ojos azules. Pese a ello, es profundamente racista. En los veinte minutos de cháchara, lanza decenas de imprecaciones contra los negros (y, si son haitianos, peor que peor). Lo dice todo con una voz tranquila y pausada, alternando la mirada frente a frente con un escape melancólico hacia el horizonte. Juan Alberto me cuenta que hace su trabajo unas doce horas al día y, si la cosa pinta mal, catorce. Vive en una especie de barracones a unos kilómetros del hotel y sólo visita a su mujer y a sus hijos cada dos meses. Gana tan poco dinero que no puede viajar más a su localidad natal, por mucho que lo desee. Él no lo dice directamente, pero el turista acaba por saber que su sueldo diario viene a ser unos cinco dólares. Es un trabajo de siete días a la semana, sin descanso. Todos los días y casi todas las horas de vida útil de un hombre. Me lo imagino volviendo al barracón por la noche, con las ganas justas para una cena que casi no se puede pagar, sentado en las escaleras de entrada al barracón y pensando en su destino.
El turista, con bañador de flores, moreno intensísimo, adquiere durante unos instantes con(s)ciencia de lo que es la existencia. Se imagina en el lado contrario de la barrera social y piensa que quizá montara una revolución a base de machete para partir cocos. Pero Juan Alberto Peña parece asumir la injusticia. Se siente agradecido por tener lo que muchos de sus compatriotas no poseen. Piensa que le gustaría aceptar un trabajo en Brasil, donde le dicen que el trabajo en las plantaciones está mucho mejor pagado que en su país. Piensa que España puede ser una tierra en la que se cumplen sus sueños, pero ignora todo lo que le depara un futuro que no sea el de vestir de un azul riguroso que contrasta, sin embargo, con el color del mar.
El turista se ha enganchado a la conversación y le gustaría seguir compartiendo anhelos con Juan Alberto, pero empieza la clase de catamarán.
Tienes razón, Koky, aunque la realidad sigue sin hacerme estar tranquilo. En cualquier caso, esta gente vive en el cielo en comparación a sus vecinos de isla.
Merche, dejaste tu comentario en el último "Fragmento para una teoría del caos". En efecto, repetí en el Caribe. A ver si nos vemos en tu visita a Burgos…
Raúl, recuerdo que en uno de estos posts te hice un comentario y ¡no lo veo! No sé qué pasa con tu link en mi blog que no se actualiza, entonces, no me entero. Para llegar aquí tengo que hacer un zigzagueo de tu otro blog a éste, en fin un lío. Volveré con calma a leer todas tus entradas pero, por las fotos, veo que te fuiste al Caribe de nuevo, ¿no? Por cierto hacia el 26/27 de éste estaré por Burgos. Me encantaría verte. Besotes, M.
Por lavar nuestra conciencia europea: si no existiesen esos hoteles y esas clases de catamarán, Juan Alberto tal vez no consiguiese ni esos cinco dólares diarios. Lo cual por cierto, no justifica nada: ni su miseria, ni su racismo, ni nuestro despilfarro y tampoco me deja más tranquilo.