Se empieza viajando antes de la partida, con mil proyectos concentrados en una semana, con la ilusoria ilusión de que la vida cambia en esos días, aunque la vida –en el fondo–, acompañe al viajero. Frente a lo que cada día es más frecuente en las sociedades modernas, a nuestro turista le gusta el proceso del viaje. Le agrada llegar al aeropuerto con tiempo, dejar las llaves del coche al encargado de separar la fragmentación en dos mitades y encaminarse a la terminal para dejar pasar el tiempo. El viajero gasta dinero de más en la compra compulsiva de revistas que, al final, terminará por no leer; de galletitas de chocolate y de chicles en el duty free. De momento, el turista todavía está en su localidad de origen. Hoy comprará un botiquín con las medicinas indispensables, aquellas enjundiosas sustancias que le privarán de los posibles dolores del cuerpo y del alma. Entrará en internet para acaparar información con exceso, con sobreabundancia. Y su imaginación proyectará excursiones que le transporten al palacio de sus sueños. El viaje comienza antes de la partida y, pese a todo, nuestro viajero arrastra cierto cansancio anticipado, cierta desgana mezclada con los nervios. De momento, la mayor montaña a la que tiene que enfrentarse es la de la ropa que aguarda pacientemente por lavar y por planchar.