Tenía un amigo que, a la mínima ocasión que se le presentase, ponía una cara muy seria, pasaba luego a sonreír brevemente y luego –moviendo la cabeza– espetaba: «Dura lex, sed lex». Hay que decir que ese amigo mío, en sus años mozos, odiaba el latín. Era una cosa que no iba mucho con él, probablemente por aquello del razonamiento abstracto, o vaya usted a saber por qué: que el mundo es tan ancho como nos lo permite el mundo y nuestra imaginación. Mi amigo ahora gusta de las expresiones latinas. Se ve que le agrada adornar con una pátina de latinajos sus palabras. No sé si será porque habrá ido a cursos intensivos de tan excelsa lengua o, simplemente, éstas le sirven para quedar de puta madre ante sus lectores, ignorantes de su ignorado pasado.
Decía que a este buen hombre, en las atribuciones propias de su cargo, le he oído decenas llenarse la boca con el «Dura lex, sed lex». Lo utilizaba para cualquier cosa, para cualquier momento, para cada situación. Las cosas son así y no pueden cambiarse. Lo repetía de manera tan machacona y reincidente que creía que tenía todos los principios del derecho romano vertebrando su pensamiento, su modo de sentir y hasta su modo de querer. Si cogiésemos una muestra suya de ADN, seguramente las palabras de este brocardo adornarían su estructura como el espumillón acompaña las ramas del árbol de Navidad. Reconozco que yo, en esos momentos, me quedaba absorto y obnubilado ante observaciones e ideas tan implacables. Nunca he sido muy capaz de llegar a distinguir las cosas con tanta claridad, porque a mí el mundo y el pensamiento y las normas no me parecen nunca sencillas y planas, sino complicadas y matizables. Sin embargo, admiraba tal resolución y determinación en las acciones y en los juicios.
Precisamente por todo lo anterior, me ha extrañado mucho algo ocurrido recientemente. El gachó del que vengo hablando, tan persistente en el cumplimiento, en el deber y en los dichos latinos, se salta la normativa (y quiero pensar que, con ella, esos principios sagrados que defiende) justo cuando le conviene, no sé si a cambio de unos eurillos o a cambio de un estatus: en cualquiera de los casos, las palabras escritas en la normativa de incompatibilidades parecen resbalarse de la ley y del derecho para formar parte de ese magma incierto que no es terreno de nadie y, por lo tanto, lo es de todo el mundo. Y me extraña todavía más porque cuando decía estas palabras no tenían ningún sentido, porque en esos casos concretos las leyes no lo eran, sino que eran directrices generales que se podían cambiar si eso era beneficioso para ellos (él diría aquello de «In dubio, pro reo»). En este caso concreto, sin embargo, las cosas podían haber sido muy distintas. A cualquier alma poco cándida y malintencionada se le hubiese podido ocurrir impugnar un proceso en curso, con el consiguiente perjuicio para muchas personas y enmierdando, de paso, a la institución a la que pertenece, aquella a la que ha dedicado sus desvelos.
Si todo esto me hubiese pasado a mí, no hubiese tenido ninguna importancia, ya que el no-sé-donde-firmante que os habla no deja de ser un individuo (en el peor sentido del término) de muy baja catadura moral y dispuesto a cualquier cosa si se deja llevar por esa envidia, por ese odio atávico que lo corroe y que le hace ser tan bajo en sus apetitos éticos.
Pero no entiendo que le ocurra a él, una persona recta, nada aviesa y en perfecta consonancia disonante con el poder. Creo, por tanto, que hay algo lejano y difuso que se me escapa, que no logro entender (quizá porque un día no asistía a la clase donde lo explicaban, quizá porque nunca me lo explicaron). O quizá no, y resulta que el mundo y las personas son tan previsibles como el viejo verde que gira la cabeza para seguir con la vista a la guapa jamona en la playa.
Lo malo que tiene esta entrada es que sé cómo la he empezado, pero no sé cómo rematarla. He estudiado latín, pero no se me ocurre ninguna máxima clásica que remate la peroratio. Que los argumentos ad hominem no son sino falacias. Y que errare humanum est, a lo que alguno ha añadido perseverare diabolicum. Y que esto es un quid pro quo. Y que vale ya. Raúl Urbina dixit.
(Imagen de Ibán. No he podido resistirme a hacer la gracia con el título.)
Muy bien descrito, yo diría casi que ad pedem litterae. Leí esto hace varios días y sentía que tenía que decir algo, aunque fuera grosso modo – que no a groso modo.
Gracias, gracias y gracias. Et vale, por seguir con el latín.
Muy, muy, muy amigos no parece que fueseis, eh?