El abismo de acostarse, para no dormir quizas. Para no despertarse. Con un millón de notas de música agitada en la cabeza, como un vídeo de Lady Gaga a mil revoluciones, sin orden ni concierto. Con la venganza del amor, con los malos tragos de pasar por el quicio de la vida. Los auriculares enquistados en una cabeza atronada por múltiples percusiones sintetizadas. El caos de la música dance atragantado en la amígdala. Intentando darle un sentido a las rectas trazadas con tiralíneas. Y buscando desesperadamente un pijama de pantalones a rayas y camiseta azul para enfundarlo en el cuerpo cansado de los trotes y vapuleos de la vida. Los minutos pasan por los ojos cerrados a dieciocho fotogramas por segundo, que es la velocidad de las cosas mudas en este ensordecedor mundo de sombras. Hasta los mismísimos de encontrar tu estilo en otros sitios, sin saber si el estilo no es tuyo o es que otros se lo apropian. Sin saber dónde nos espera el próximo salto hacia el otro confín de un universo que se escribe sin mayúsculas. La necesidad como extremo y como contingencia. Los acordes fáciles de música pegadiza, pegajosa, que se acopla a tu cuerpo, con los vaivenes del ritmo y de la desesperación. Fashion, baby. Fashion, baby. ¿Hasta dónde llegan los vocablos que siempre debieron escribirse y, sobre todo, pronunciarse en francés? Un mal trago lo tiene cualquiera, pero el atragantón de la vida nos hace deglutir las voces procesadas por las líneas telefónicas. El sueño de la fama produce sombras, monstruos que revientan como la distribución cuerpo-alma, discutida en torno a la glándula pineal. ¿Mentiras del hipotálamo? Somos espejos convertidos en neuronas, plásticas hasta estirarse como los malos alimentos. La buena alimentación se traduce en migas, dicen. Tabla de salvación, afirmaría Hansel. Afirmaría Gretel. Las casas de chocolate son la grande y nutricia y falsa madre. Son la pista que nos lleva hacia el abismo, se tuerza hacia la derecha o hacia la izquierda. Hacia el centro nunca. Es muy obvio. Y anida el ansia de perfección, que es la última de nuestras imperfecciones. ¿Alguna vez fue verdadera la teoría triple de nuestro cerebro? ¿Se descompone en capas, como si de prospecciones arqueológicas hablásemos, meditásemos. Siempre hay quien visita yacimientos para ver las piernas de las mujeres. Es la finalidad última de las escaleras de vanos recortados. No me llames por los nombres que no tengo. Los cadáveres ya no habitan en los cementerios, sino en los armarios, llenos a rebosar de ropa fuera de temporada. ¿Por qué mi mini-mando no obedece a los dictados de la con(s)ciencia? Se habla de lo que no se sabe. De lo que no se siente. De lo que no se paladea con el velo de la vergüenza. La historia de nuestras vidas es una comedia musical que acaba con unas zapatillas y un albornoz en una plaza en una madrugada demasiado caliente para ser tratada con los tonos de la muerte. Necesito desesperadamente el azul turquesa para salvar al mundo de los colores tristes. A fuerza de credulidad, tendré que conformarme con lo que dicen. Aunque todavía me resulta difícil creer que alguien sea asesinado en frente de Central Park. El acto de escribir canciones. El acto de pensarlas. El acto de dibujarlas con las manos. Por eso el mundo es una constante espera de la mirada recibida. Del local brumoso y enloquecido en el que los cuerpos sólo están hechos para bailar y para beber a espuertas. ¿Son los sentimientos la llave de nuestros enojos? Una voz canta y la remezcla la repite como coro pertinaz, impertinente. El interrogante individual se convierte en la interrogación del mundo y, por ende, de la esencia. ¿Habitó alguna vez entre nosotros la partitura que no había de ser cantada, tocada, bailada? Qué maravilla pulsar una tecla y escuchar una voz repetida hasta la saciedad, hasta el hartazgo, hasta la penúltima escalera esculpida por el demiurgo que, de creer a Cioran, sólo puede ser aciago. A lo lejos oigo unas voces que me hablan para que retorne hacia el hilo que me entresaque del laberinto. Puta Ariadna. Ahora que estaba escuchando a las sirenas en forma de unos vecinos: los muy cabrones, siempre se olvidan de apagar el despertador.
(Imagen de Roberto Castaño.)
Buenos días, Raúl Urbina:
Tu texto me ha recordado a Mario Benedetti, y su estupendo cuento: 'Niño que piensa'.
Quizás, ¿por las fechas que estamos?.
– Por lo que me toca, al adjetivo que has colocado junto a Ariadna, le doy el significado que le atribuyen en Catalunya: término aplicado a toda clase de personas o de cosas astutas, difíciles, peligrosas…
– Te pongo una canción:
http://www.youtube.com/watch?v=GzBUnxSD1RA
Saludos.