Hoy, que me planteo escribir sobre el acto de la escritura, me doy cuenta que Verba volant no contaba con una categoría de «Escritura». Sí tiene una sobre «Creatividad«, que como es obvio, tiene mucho que ver con la primera, aunque no son sinónimos exactos. Partiendo de lo obvio, hemos ido parcelando y especializando los términos de lectura y escritura. En un nivel elemental, la lectura y escritura son actos cognitivos e intelectuales básicos y que sustentan los cimientos básicos de la alfabetización. Son primero un acto psicomotriz que deriva en algo más complejo. Ya desde ese principio, la lectura es un acto más sencillo que la escritura.
La lectura y la escritura experimentan luego por una profundización. De la lectura más o menos mecánica y de la escritura más o menos reproductora de lo existente, pasamos a la lectura y la escritura como actos cognitivos ampliados a nuestra existencia particular. Es el momento en el que nos separamos de la lectura dirigida para proyectar la lectura como un acto vital, libre y más o menos espontáneo. Es el momento (no experimentado por todos) en el que nos ponemos ante un papel o una pantalla e intentamos escribir sobre el mundo o, al menos, intentamos contar a los demás el mundo desde nosotros. Es esta etapa fuertemente mimética. Elegimos, pero todavía preferimos volver a casa que adentrarnos en bosques desconocidos. Ampliamos nuestros horizontes, pero éstos no se corresponden con los confines del Universo.
El siguiente paso lo experimentan menos individuos todavía. Es el terreno de la lectura impulsiva y compulsiva, en la que descubrimos terrenos ignotos. Es el mundo en el que por primera vez descubrimos que esos confines del Universo de la realidad no son fijos, porque los ensancha permanentemente el mundo de la ficción. Al margen del terreno de lo posible, enriquecemos nuestra experiencia con personajes que no existían y que ahora nos explican; abundamos en el viaje de paisajes y lugares que no existían o de los que nos perdíamos una determinada perspectiva; el mundo de la acción no será ya solamente el mundo de lo pasado ni de lo posible, sino también el de lo futurible y lo impensado e impensable. En la escritura, los que se encuentran en ese nivel intentan devolver ese mundo de experiencias nuevas para regenerarlo, contradecirlo o ensancharlo.
El pasado 17 de abril El País publicaba una encuesta entre escritores para hablar de «La derrota de la página en blanco» en la que dan consejos (o no los dan) a los escritores que se encuentran con la página en blanco. Lo que más me gusta de esa encuesta es el hecho de no pueden hallarse muchos vínculos entre lo que dicen unos y lo que dicen los otros. Más allá de todo eso, algunos piensan justo lo contrario que otros. Esa es la maravilla de la escritura: un acto mecánico que puede enseñarse; una destreza que puede afianzarse; unas pautas ortográficas, morf0lógicas, sintácticas y textuales que pueden enseñarse; unas fórmulas que pueden aprenderse. Pero, más allá de todo lo evidente, un acto tan hondo y tan profundo que se nos escapa de las manos. Un acto que es relativamente fácil de explicar una vez que está hecho pero que nació para romper las planchas y los moldes que lo albergan para resurgir siempre en un acto nuevo.
Me gusta el acto de la escritura por lo que tiene de experiencia que no se conforma con los límites. Me gusta el acto de la escritura porque, al margen de recursos más o menos fáciles, es siempre un acto de misterio. Le mejor idea puede convertirse en podredumbre y la idea que parece que no tiene recorrido alcanza a llenar el mundo del matiz de belleza que le faltaba. Me gusta el acto de escribir y, sobre todo, el acto de escribir ficciones porque es un acto de invitación en el que menú de degustación versa sobre lo más íntimo de la personalidad. Me gusta también porque, como en toda invitación, a veces la comida es más bien escasa, a veces atraganta; a veces el plato está rico y otras, por quererlo demasiado sabroso, se arruina por exceso de pretensión. Me gusta el acto de la escritura porque es contradictorio: ayuda a pensar en uno mismo y, a la vez, a que uno se embarulle aún más; ayuda a la locura y a la cordura; ayuda a enseñar cosas de uno mismo y del mundo y, al mismo tiempo, esconde más de lo que enseña, sugiere más que dice.
¿La solución para la página en blanco? Hace unos meses se la oí a Raúl Vacas y me parece de mucha ayuda: se coge una hoja en blanco, se aplasta y se arruga. Aunque todavía no conozca el resabio de la tinta, ya no parte de cero y quita el miedo. Y de ahí a crear el mundo, sólo queda la distancia que media entre el mundo y nuestro mundo… y lo que podamos aportar. Si es que podemos (y nos dejan).
(Imagen de Diego Sandoval.)
¡Qué bonito análisis de la escritura! Especialmente cuando dices: "…la idea que parece no tiene recorrido alcanza a llenar el mundo del matiz de belleza que le faltaba." Touché, querido Raúl. Besotes, M.