Los seres humanos tememos a las máquinas, pese a que somos sus constructores (o precisamente por eso). Las hemos temido siempre en función de diferentes razones que van desde lo externo (nos llegarán a quitar el trabajo) hasta lo interno (nos hacen seres inútiles). Los seres humanos, que hemos concebido estructural y ontológicamente a las máquinas, hemos ido parcelando nuestros miedos y los hemos ido volcando en diferentes manifestaciones artísticas (entre todas, siempre me quedaré con Metrópolis, Blade Runner y, ahora Battlestar Galactica).
Vicente Verdú publicó en El País el pasado día 8 un artículo titulado «Mirar sin ver bien» en el que volcaba ese miedo interno de los humanos hacia los avances tecnológicos. La argumentación no es nueva: las máquinas privan a los seres humanos del esfuerzo y esta privación nos convierte, paulatinamente, en seres anquilosados e inútiles. Es cierto que la especie humana está evolutivamente dotada para soportar grandes esfuerzos físicos, pero la evolución cultural nos ha ido apartando de ellos gracias a rampas, palancas, ruedas y poleas, y así sucesivamente. A mis cuarenta y tres años, pertenezco a una generación que vio a su madre de rodillas en el suelo fregando el suelo esponja en mano. Los sucesivos avances que fueron llenando las casas han ido facilitando la vida. Y así ha ocurrido en todos los ámbitos vitales y laborales.
Lo que hace de la técnica algo nuevo convierte a ésta también en algo rigurosamente contemporáneo y, por lo tanto, difícil de entender y de justificar. Nadie niega la conveniencia de una grúa en la construcción ni de una lavadora en una cocina, pero sí cuestiona el invento de hoy para el futuro. Recuerdo que en mi generación empezamos odiando los móviles. Alguno también odiaba los ordenadores. Ahora casi nadie denuncia su uso sin abuso porque lo hemos incorporado a nuestra realidad cotidiana. En el inicio de los sistema de navegación para coches, se hicieron miles de chistes con el TomTom y, aunque nadie descarte el encanto de las incertidumbres del viaje, tampoco niega nadie la comodidad del transporte puerta a puerta, sin rodeos ni peligrosas vacilaciones.
Uno de los avances más de moda en la actualidad son los libros electrónicos, de los que existe ya una amplia variedad de modelos y prestaciones. Se les ha atacado desde algunos frentes sin recato y con presupuestos poco realistas. El soporte escrito en general y el libro como soporte de la escritura en particular han variado muchísimo a lo largo de la historia y nosotros, en la actualidad, defendemos al libro de hoy porque es el que conocemos, pero no porque haya sido el formato tradicional unívoco a lo largo de los siglos. Nos imaginamos una Biblioteca de Alejandría como una biblioteca actual pero a lo bestia, pero con ello no hacemos sino deformar la realidad y acomodarla a nuestros días. En días más recientes, otro aparato aglutinador de libros electrónicos y de otras muchas cosas ha salido a la venta en Estados Unidos y ha acaparado portadas de periódicos, cabeceras de informativos y entradas y entradas de blogs. Me refiero, claro está, al famoso iPad de Apple. Lo primero que se ha hecho es satanizarlo sin conocerlo (también hay que reconocer que se ha venerado en el ara de la estrategia de marketing más compulsiva). Ahora nos tocará empezar a sacarle pegas sin una conciencia despierta que vea que, probablemente, éste u otros aparatos similares cambiarán a medio plazo nuestra manera de comunicarnos y, por lo tanto, revolucionará nuestra manera de estar en contacto con muchas manifestaciones culturales.
En el ámbito estricto de la literatura y la lectura, creo que el miedo a estos aparatejos viene más de lo que pueda ocurrir con el libro como modelo de negocio que de la negación de sus posibles virtudes. Mucha de la información escrita y audiovisual que recibimos diariamente procede ya de Internet. Todos sabemos hacia donde va la prensa escrita en su formato tradicional. Vemos ya que las televisiones se abren a las redes sociales y a Internet. Utilizamos medios diversos para repescar nuestros productos cinematográficos favoritos. Vemos retransmisiones deportivas o extractos de telediarios en el móvil.
Querámoslo a no, leeremos libros en nuevos aparatos, aunque no nos privemos del gusto del contacto con el papel de hoy para mañana. ¿No nos deleitamos ya con la lectura de blogs, que han ampliado nuestra perspectiva cultural e informativa con productos de calidad sorprendente. Probablemente, estos dispositivos acabarán construyendo un nuevo modelo de lectura y los creadores aprovecharan la ventaja electrónica para ofrecernos nuevas propuestas (obsérvese lo original de planteamientos como el de un Romeo y una Julieta en Twitter).
Vistas así las cosas, la tecnología no va a restar, no nos va a privar de las cosas buenas que teníamos, sino que va añadir a éstas otros retos, otras perspectivas, otros caminos y otros horizontes.
(Dicho lo dicho, no deja de ser gracioso y pertinente este vídeo. No os lo perdáis. La foto que encabeza la entrada es de Don Solo.)
Si vemos las consecuencias (negativas) del uso de la tecnología también estaría la película Matrix (no tan redonda como Metrópolis o Blade Runner) o Wall-E, que reflexiona sobre el mal uso tecnológico.
Las 'cosas' nos pueden hacer la vida mejor, pero el cómo lo hagamos es la clave.
Me ha gustado ¡el video! Yo soy fan del book de toda la vida, qué quieres que te diga. Lo del i-pad ¿qué es exactamente? Me pierdo con todos estos inventos electrónicos… Besotes, M.