Hace ya unos cuantos meses hablábamos del espanto de los planes de lectura y ahora tocan las famosas, temibles y horripilantes fichas de lectura. Es costumbre muy arraigada entre el profesorado de Lengua y Literatura en la educación secundaria mandar realizar fichas de lectura de las lecturas obligatorias de libros. A cualquiera que tenga dos dedos de frente se le puede ocurrir que esto de fiscalizar la lectura tiene las consecuencias contrarias a las que los profesores se proponen como principio: el gusto por la lectura.
El profesor de Literatura lucha en muchos frentes y con enemigos de distinta índole y su propósito suele ser bueno. Él sabe de los beneficios de la lectura, la ha disfrutado en sus carnes y quiere inyectar a sus alumnos el antídoto contra la estupidez, pero ha elegido mal sus armas.
Es cierto que hay alumnos que no leen si no se les obliga. Sin embargo, ¿acabarán degustando la lectura por la vía de la obligación?
Es cierto que hay muchos alumnos que, si leen, leen de forma desordenada y con poco criterio. Sin embargo, ¿no es cierto que todos los que amamos la lectura lo hacemos más o menos así y no nos gustan las imposiciones? ¿No es cierto, además, que el poco criterio se lo hemos inculcado nosotros haciéndoles pasar por un sinfín de libros que no merecen la pena, sin ninguna calidad añadida al marchamo «literatura juvenil?
Es cierto que la enseñanza de la Literatura ha de programarse y escalonarse de una forma más o menos seria. Sin embargo, ¿no es menos cierto que el trabajo día a día en una clase con una buena motivación, con buenas recomendaciones y con los estímulos adecuados puede conducirnos a mejores resultados?
No nos vendría mal a los profesores darnos un paseo por dos libros de Daniel Pennac, Mal de escuela y –sobre todo– Como una novela. A muchos estas dos obras les servirían para repensar lo que están haciendo, por muy buena intención que tengan. Bien es cierto que muchos profesores han perdido el gusto por leer, que buscan la lectura como excusa, que se escudan en su trabajo cotidiano para leer siempre lo mismo («A ver si este libro que ha salido nuevo les gusta a los chicos»), que han perdido horizontes y perspectivas porque ya no leen ensayos sobre su trabajo, que no se actualizan. Pero todas sus frustraciones no se solucionan con las famosas y horripilantes fichas de lectura. He oído excusas de todo tipo para exigirlas, pero a mí siempre me cabe la misma pregunta: ¿qué pasaría si alguien me mandara hacer esa misma ficha de lectura de los libros que leo? Creo que la respuesta entre los amantes de la lectura sería la misma.
En cualquier caso, me imagino la reacción de los alumnos. A fin de cuentas, es una tarea más de las muchas que tienen que hacer en el colegio o en el instituto y, por lo tanto, nunca percibirán la lectura de la Literatura como algo diferenciador, único y especial.
Quememos, entre todos, las fichas de lectura. Hagamos de la lectura un maravilloso vicio sin castigo. No convirtamos los libros en trámites de documentos administrativos.
(Como las entradas sobre estas cuestiones suelen tomarlas mis conocidos –y son más de uno y más de dos los que suelen sentirse aludidos–como ataques personales, diré que el post de hoy lo ha motivado el ver el modelo de ficha de lectura que tiene que hacer mi hijo en su lectura obligatoria de estas vacaciones. La imagen es de José Ramón Vega.)
Totalmente de acuerdo, ninguna de esas fichas me sirvió para encontrar un tipo de libro o género que me agradase, tan sólo el paso del tiempo y la experiencia me han sido útiles a la hora dar con ese tipo de obras que realmente me agradan, con las que nunca deseas apagar la luz y las que si pudieras te leerías de una sentada. Saludos.
Buenas tardes, profesor Urbina:
Cuando miro los libros de mi biblioteca, comprados desde hace años y casi en su totalidad leídos, pienso lo bien que hubiera estado -en su momento- subrayar lo que más me llamó la atención y hacer una pequeña ficha. En los que lo hice, al encontrarlo al cabo del tiempo, me causa una alegría recuperarlo y comprobar lo que me aportan los datos que señalé en su día. (Advierto que no me gusta prestar mis libros).
De la lectura de mis preferidos, cuando era joven -de edad- recordaba los más mínimos detalles. El encontrar un interlocutor que también hubiera leído alguno, constituía un auténtico disfrute al comentarlo.
– De tus interesantes enlaces sobre Daniel Pennac, me quedo con esta frase, que suena tan bien en francés:
“On ne force pas une curiosité, on l’éveille”
(No se fuerza a una curiosidad, se la despierta).
Ah, y su gusto por los cuadros de Miró y Monet, y su monólogo “MERCI”.
Saludos.
P.D.: Un abrazo para tu hijo.
Muy interesante tu post y los tres comentarios que me preceden. Leer tiene que ser una pasión y no una obligación. Recuerdo que en mis lejanos años estudiantiles, por supuesto que teníamos que leer ciertos libros pero, generalmente, eran interesantes para nuestra edad y nos zambullíamos en ellos sin ningun problema. Recuerdo con mucho cariño leer a Edgar Allan Poe (su poema "Me and Annabel Lee" era ¡precioso!) a Keats, Lord Byron, Browning, (especialmente a su mujer, Elizabeth: "How do I love you, let me count the ways…") y, por supuesto, "The Catcher in the Rye" del famoso recien fallecido autor cuyo nombre ¡se me escapa en este momento! Ay… el Alzheimer… ya me está llegando… Horror. Besotes, M.
Yo doy las gracias a todos mis profesores que me animaron a coger un libro porque ahora no hay quien me suelte de ellos, y es mi pasión. Quiero dedicarme a escribir.
Gracias Bernardino, estés donde estés.
No sabes que identificada me siento. Durante mis años en el colegio las sufrí como niña que odiaba leer porque no me concentraba. Ahora que soy una lectora incansable, las odio porque tengo que perseguir a mi hijo para que las haga, y me vuelvo loca buscando libros que puedan gustar a un niño de 13 años al que le espanta leer.
He visto tantos profesores de literatura sin amor por la lectura que yo mismo me espanto de que no haya más gente huida de los libros. Conozco compañeros de carrera que jamás leyeron ni uno de los libros de los que luego había que examinarse, alumnos que no comprendían lo que leían y que se convirtieron en profesores al poco tiempo, colegas que ni aman lo que leen ni saben comunicar un cierto interés. Para ellos son esas fichas de lectura, que tanto les gusta, por otra parte: en ellas, además, no suelen dejar ni un gramo para que la lectura salga de las tripas, porque lo que quieren es un archivo de datos.
Deberían prohibir dar clase de literatura a los que no saben leer ni quieren aprender. Hay muchos en la profesión, querido Raúl.