El dolor. Sensación extrema con la que, de alguna manera, somos conscientes de que estamos vivos. El dolor nos achica, nos encoge en nuestra humilde condición humana para hacernos partícipes de la gran evidencia: que, alguna vez, dejaremos de ser nosotros para pasar a ser ¿nada? El dolor físico, en su intensidad o en su constancia, es tremendo e incontinente. Pocos fármacos son más utilizados y más queridos que los analgésicos, que casi nos sirven de llavero con el que abrir las puertas de la ataraxia. El dolor, si no es crónico, tras su viaje por las meninges, los tuétanos, los tendones o las piezas dentales, pasa. Y, tras él llega la calma. Para mí, existe un dolor mucho más preocupante –por desbordante, por subjetivo–. Es el dolor del alma. El dolor del alma, seguramente, no es sino una variante peculiar del dolor corporal. Seguro que tiene su base en nuestros neurotransmisores o, en todo caso, en algún lugar del andamiaje de nuestra consciencia. Serotonina por allí, serotonina por allá. De todos los dolores anímicos, el más extremos es el dolor de sentirse vivo. Como sucede con el dolor específico y localizado en una parte de nuestro cuerpo, el dolor de sentirse vivo nos hace vivir cada momento desde la conciencia del abismo. Si vivir en la ignorancia supone desentendimiento o, según se mire, felicidad, el centrarnos en el mismo acto de vivir nos devuelve todas las esquirlas de las rupturas anímico-óseas acumuladas en el acto de nuestra vida. Vivir sabiendo y sufriendo que se vive es el acto, quizá, de mayor humanidad, pero también –quizá– el acto de mayor inconsciencia. En el fondo, resulta de la paradoja de saber que vivimos, de saber justamente qué es la vida, en pleno acto de reflexión existencial.
Vivir duele. Nos duele. Me duele. Entre otras cosas, porque es algo que va más allá de un acto meramente administrativo. Entre otras cosas, porque la conciencia de la vida asume conocer sus extremos. ¿Alguien dijo que el dolor es bueno? Del dolor de vivir nadie sale indemne. En todo caso, sale pertrechado para entrar en combate.
(Con el propósito de que esto gire hacia algún sitio, comienzo una serie que llevará por nombre Objetivización. En ella intentaré hablar de todas las cosas serias que se me pasan por la cabeza y que necesito sacar a flote desde un punto de vista objetivo para no sucumbir. La imagen es de victor_uno.)
Lo que realmente duele es dejar de vivir, aunque sigas vivo.
¿Me pareció leer hace escasas entradas que sientes que no te queda mucho por decir?. Empezaré a pensar que no.
Y sí, vivir nos duele.Lo peor es que gritamos nuestro dolor callándonos. Por lo menos, sabemos con cuánta frecuencia callar es gritar intensamente.
Algun día (si no ahora) explotaremos cubriendo nuestro derredor de vísceras despedazadas y ensangrentadas.
No podemos hablar de dolor, pero podemos cantar de dolor.
Me encanta como esta escrito, pero no coincido con nada de lo expuesto. Creo que la vida duele y mucho, pero precisamente porque no nos limitamos tan solo a ello: a vivir. Es el vivir en la ignorancia de esa espontaneidad de vida lo que hiere. El vivir consciente del mero latido, de cada inhalación, estar presente y limitarse a "ser" es puro gozo.
Es muy duro el dolor del alma, de la vida, pero no suele ser un dolor necesariamente crónico a no ser que nos empecinemos en él. Es un dolor que nos agarra y parece conducirnos inexorablemente al abismo. Nos desanima, nos debilita, nos empequeñece… nos rompe. En cierto modo, nos inutiliza de tal manera, que se adueña del alma, de la vida y nos conduce a una especie de masoquismo, porque, nos engaña de tal forma, que hasta parece todavía más difícil salir de ahí que quedarse con él y ahí está la trampa, una trampa mortal.
Cuando nos duele algo corporal vamos al médico, pero ¿qué hacer cuando nos duele el alma, la vida? Generalmente, aquí no hay médico externo que valga: el principal médico ha de ser uno mismo. Ya sé que es muy complicado lo que cuento de manera tan simple, pero hay que enfrentarse a uno mismo, hacer un diagnóstico y buscar salidas. Y, como el camino es largo, entre tanto, hay que procurarse algún analgésico para ir tirando. Sé de un médico que recomienda "silbar por el pasillo" y, aunque me pareció una estupidez inútil al principio, al cabo de un tiempo le di la razón.
Cuando a uno le duele el alma, la vida, no está solo: duele el alma y la vida de aquellos que están con nosotros, que nos quieren, que nos necesitan, que esperan una pista para poder ayudar. Les debemos el esfuerzo de empeñar hasta las cejas para salir del dolor.
Ay, ¡chipirón negro, si existes, aparece! Niño, la vida es dura, sí, pero no tienes que hundirte en el abismo. Tambien tiene su lado positivo y color de rosa, de verdad, sí. Sigo convencida de que el clima burgalés no te va, querido Raúl. Vete pensando en hacer un cambio drástico a tu vida. ¡Deja la universidad! ¡Escribe un best-seller (tu puedes)! ¡Déjate el pelo rasta! ¡Vete al Caribe! ¡Búscate una amante! Ya verás como todo cambiará de perspectiva. No me gusta leerte tan bajo. Besotes optimistas, M.