Y sí, el corazón a la deriva no llega a ninguna parte. Ya quisiera yo festejar los días de fiesta, los días de guardar de las tripas del duro invierno. Independiente, ecuánime y preciso son tres adjetivos son aserciones y deserciones, sumados todos y divididos entre tres. Me parece duro abrir camino por los diques de cristal, rodeado de mierda por todas partes. Nadie está libre de culpa. Nada se salva de los aguaceros y las avalanchas del frío, de los vaivenes de los cuerpos, de la tristeza de los rostros impasibles.
Tener miedo a la luz es mucho peor que el miedo a ver colores titubeantes justo en el momento de bajar los párpados. ¿Es tan difícil sentirse entendido, acogido? ¿Es tan difícil sentarse, como las cajeras del supermercado, intentando repasar la lista de los enseres comprados a lo largo de una vida? Nos adormecemos en el titubeo, en el toma y daca, en el por aquí y por acá. Mientras, el universo todo pasa por nuestros minutos como los fotogramas de una película de las buenas, de esas de finales tristes, de portazo y se acabó lo que se daba. Los años van pasando tan despacio como para comprobar, falsilla en mano, todos nuestros errores; tan deprisa como para no poder impedir el retorno de carro y el golpeteo a la manivela que da a nuestras ideas el espaciado simple, espacio y medio, doble espacio. ¿Llegará algún día la armonía a la punta de los pies, al colmo de las manos?
Lo importante es buscar el ritmo, pero cada vez es uno, distinto. Mayo es el mes del rock’n’roll; agosto es un mes de baladas mecidas, a veces, a ritmo de samba. Septiembre y octubre son el mes del blues. Diciembre es el mes del jazz de ritmo lento y plácido, como las gotas heladas de lluvia convertida en otra cosa. Febrero es blues, tan azul y triste como los recovecos de la nada. El paraíso, por último, es una letra carente de mayúsculas, sotejada en el marasmo de los besos quebrados, de los labios de papel que besan con calma, conscientes de que el deseo se cose con papel de plata.
(Imagen de Kol.)