Diario de un turista #3

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El avión se posa en el suelo con la calma contenida en una convulsión nocturna. Tímidos aplausos. El aeropuerto, más que exótico, es bello a la luz tímida de la llegada.  Un calor pegajoso nos despierta. Con los primeros pasos, comprobamos el imperio de la negritud. Nos reciben unas mujeres a golpe de foto que luego se venderá por una pasta del mismo modo que una gitana flamenca recibiría con faralaes a turistas calzados con deportivas y calcetines blancos estirados. Te sientes, por comparación, víctima y verdugo del folcrore más externo y, por lo tanto, más vacuo.

Te cobran diez dólares como tasa de entrada por barba. Menos mal: sabes que es más fácil entrar que salir, que cuesta –costará– el doble. Inauguras el pasaporte con un estampado de tinta dejado con inmediatez y desgana y las maletas viajas a ritmo de carretilla hasta el autobús. Subimos y pasamos del infierno del calor húmedo al infierno del aire acondicionado con temperaturas cercanas a las del círculo polar ártico. Recibimentos. Bienvenidas. Feliz estancia, consejos y esas cosas. El autobús se desprende de la luz del aeropuerto y horadamos por primera vez el continente entre la oscuridad que deja vislumbrar grandes espesuras de follaje alternado con la nada.

Veinte minutos más, llegamos al complejo hotelero. Nos separan de nuestra casa miles de kilómetros. Veintidós horas de viaje. Ya. Una larga y tediosa espera. Pese al cansancio, descubro lo que me gusta la llegada al puerto de destino. No sólo ahora, sino siempre, en general, en los viajes y en la vida. Llegas a un territorio ignoto que será pronto tu casa. Nos familiarizamos pronto con los lugares y la rutina. De momento, sólo unas pocas personas que nos acompañaban en el autobús, un recepcionista calmoso hasta la desesperación y un botones que lanza a cada huésped a ritmo de cochecito. Para aquí, para allá. Al fondo, se empiezan a oír risas apresuradas. Parecen surgir de ninguna parte, pero todos llevan en la mano un jugo brioso con fruta y achispado de alcohol. Es fácil deducir que, dentro de su organismo, metabolizan a duras penas muchos más.

Al final, esa recepción no era nuestro destino final. Nos conducen a otro hotel y se vuelven a repetir de forma cansina los mismos protocolos. De momento, no hemos visto el mar desde este lado. De momento, sólo hemos adivinado las palmeras. De momento, sólo certificamos nuestra llegada con el calor tropical, que volverá a ser anulado al entrar en la habitación, que parece estar a treinta grados bajo cero. La última propina y la soledad de padre e hijo. Cansados y sudorosos, nos lanzamos a la exploración del que será nuestro hábitat. No tiene mala pinta, hasta llegar al baño, al que le sobran veinte años.

Al poco tiempo, mientras aliviaba los líquidos retenidos, constato que el sistema de cisterna del baño es muy diferente al nuestro. Allí el agua se aloja muy generosamente en el inodoro. Pienso que puede ser un defecto y vuelvo a tirar de la cadena. Pero no. Tendremos que convivir con la efímera visión de nuestras propias deyecciones, explorando el interior sucio de nuestros cuerpos.

Nos metemos en la cama agotados. Son las dos de la mañana de un largo día con demasiadas horas. Y ya lo hemos dicho: todavía no hemos visto la luz del continente. Tampoco el  mar.

5 comentarios en “Diario de un turista #3”

  1. Ay, hasta que no amenazca no sabreis donde estais. Seguro que mañana, el sol resplandecerá y se os abrirá un horizonte inusual y magnífico que os epatará. Qué estupendo haberos embarcado en esta aventura. Para tu hijo, seguro que será INOLVILDABLE. Lo recordará TODA su vida. Besotes, M.

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