Soy siniestro, pero no por parte de madre ni de padre, sino por parte de una cuestión cerebral cuyo origen y contenido se me escapa. Sólo de pensar en el término, como su propio nombre indica, me echo a temblar de miedo: ser siniestro tiene sus connotaciones, y ninguna es positiva. Nunca (nunca) he hecho una cosa «a derechas», desde el día en el que me dio por arrebatar a mi madre la cuchara para tomarme la papilla con gesto autosuficiente. Luego llegarían las construcciones, los juguetes y las patadas al balón. Y luego mi primera frustración: en el cole, mientras dejaban a los más espabilados coger el bolígrafo, un servidor tenía que ser fiel servidor de un lapicero (desde aquel lejano y triste episodio digno de glosa en mi biografía, he odiado los lapiceros y utlizo los portaminas siempre que puedo). Eso de tener un defecto de serie te marca el devenir del resto de los días. Que si coges unas tijeras y te haces un daño que te mueres, que si siempre te ofrecen las cosas en el lado contrario, que si coges un destornillador y te las ves y te las deseas para hacer un gesto raro que deje bien prieto un tornillo… Una lata (abierta con todo el esfuerzo de tu mano derecha, a la que tienes que recurrir más de lo que tu trastorno cerebral te lo permite). Tampoco he sido nunca tan extravagante como para usar los artículos para zurdos. Lo que hacemos la mayor parte de los siniestros del mundo es jodernos y aguantarnos… aunque no con buena cara. Tampoco con paciencia. Contemplamos entre fastidiados y envidiosos a todos aquellos que han sabido colocarse a la derecha del Padre mientras a nosotros nos da toda la impresión de haber sido timados por los genes y por el destino. Sabemos que el mundo no es para nosotros, aunque algunos han conseguido escapar del estigma social de no poder escribir con pluma a no ser que pongamos maneras ridículas o escribamos en árabe (o dibujemos un cómic manga). Tuvimos la incomprensión anidada en nuestra mano izquierda desde la infancia; nos hemos sentido bichos raros desde que tenemos uso de razón; los menos afortunados –no es mi caso– sufrieron un bongage cultural estigmatizador y poco estimulante. Ahora, eso sí: jugamos al frontón que te cagas.
Dicen que viven menos…
He conocido a unos cuantos zurdos y zurdas, los suficientes para comprobar que no son hijos del demonio, como propugnaba algún inquisidor. Gente más o menos normal, como todo "quisque". Antiguamente los profesores obligaban incluso con palizas a los niños zurdos a escribir con la derecha, abocando a muchos de ellos al fracaso escolar. Hoy en día Rafa Nadal, que no es zurdo, juega con la izquierda porque saca así más provecho a su juego. Y un buen lateral zurdo vale muchos millones de euros en el mercado del balompié. Eso sí, lo de las tijeras y las latas de conservas es una putada que no veas.
Que sepas, para tu consuelo, que Millás disfruta haciendo a algunos de sus personajes asistir a cursillos obligatorios y acelerados de "siniestrismo", para que puedan gozar de otro punto de vista y percatarse de la existencia de la "otra realidad".