La vida resbala por estas primeras tardes de junio como las latas de Coca Cola por las rampas de las máquinas expendedoras hasta que llegan a su destino, que no es sino la mano que ávida y sedienta, intenta en vano sacarla del receptáculo a la primera.
Cada uno compara la suya –la vida, digo– y le parece más alegre o más monótona, más herreriana o más rococó, más empingorotada o más austera. Cada uno mira y remira, y echa miradas hacia los cuatro puntos cardinales, del mismo modo que menudeanos nuestros párpados para ver si nos decidimos por la bebida light o la normal. Al final, da igual el botón que apretemos, porque nunca hay existencias a la primera. Buscamos en la vida las sonrisas y nos topamos con la cabrona rutina del día a día.
Sacamos la lata, tanteamos en busca de las monedas sueltas en la bandeja y nos alejamos bebiendo, pero conscientes de que la sed vuelve, de que nuestro paladar buscará otros sabores. Y de que la garganta que se seca siempre es la nuestra.