Como ya se ha dicho muchas veces, el mundo de la ficción es tan apasionante porque ayuda a explicar nuestras vidas de una manera más eficiente que la realidad misma. El largo recorrido de la imaginación por el que estoy siendo conducido gracias a Six Feet Under (A dos metros bajo tierra) me está suponiendo un encontronazo directo, duro (y puro) con la realidad y con mis realidades. El personaje de Nate, su evolución y su complejidad (paralela al vacío interior que va recorriendo su cabeza y sus entrañas) me pone en tantas ocasiones a mí mismo frente a un espejo poco complaciente de la verdad que –a veces– me asusto.
En lo más hondo, creo que todos somos así: muy distintos a como nos ven y muy distintos a como deberíamos de ser (y a cómo deberíamos de reaccionar). Es el sentimiento de extrañamiento de nosotros mismos, que nos conduce a un caos en el que al final, coincidimos con todo menos con nosotros mismos.
Dejo aquí dos perlas entresacadas del episodio cuarto de la última temporada:
Asúmelo. Hay dos clases de personas: tú y todos los demás. Y nunca coincidirán. — Siento que todo el día me esfuerzo intentando conectar con la gente. Pero da igual cuánta energía le pongas para llegar a tiempo a la estación o subir al tren adecuado. No hay una puta garantía de que alguien te recoja cuando llegues. — Si crees que la vida es una máquina expendedora en la que metes virtud y obtienes felicidad, es probable que salgas decepcionado.
Lo peor es que ni siquiera te devuelve el cambio.
Qué imagen más sugerente.
Cinismo, convencionalismo, si no se puede contener al que llevamos dentro mal vamos. Y vamos muy mal algunos
No conozco la serie, la tele y yo tenemos muy pocos encuentros. Pero en cuanto al funcionamiento de la máquina expendedora sólo hay que probar la más grande que conozco, la de los juzgados: allí metes un montón de pasta y obtienes siempre un montón de mierda. Como la vida misma.