Ayer, a las 11:25 de la mañana, viví una de esas situaciones en las que uno duda entre echar para delante o darse la media vuelta. A los pocos minutos y casi a la vuelta de la esquina, me iba a encontrar –como pocas veces lo había hecho en la vida– con mi pasado. Un pasado puro, duro y sin propósito de enmienda, un pasado que tenía la contundencia –por lo menos; ni más ni menos– de un cuarto de siglo. Se celebraban ayer los veinticinco años de que mi promoción del colegio atravesase por última vez la puerta de entrada del colegio para ser –ya definitivamente– la puerta de salida al mundo. A otro mundo. Como la vida, afortunadamente, suele dar la oportunidad de que el pasado sirva para algo, esa misma puerta de salida volvió a servir de entrada muchos años después. Ayer.
Cuando di la vuelta a esa esquina que tanto temía, me encontré con infinidad de caras que creía que iban a ser casi desconocidas. Pero, al instante, se me despejaron todas las dudas. Nosotros, los que ya no somos los mismos, éramos casi idénticos. Es verdad que fuimos unos jovenzuelos y ahora somos lo que un niño que nos viera por la calle, en su irreflenable sinceridad, definiría como «señores» (y «señoras»), pero no es menos cierto que, pese a haber cambiado tantas cosas en nuestras vidas, hemos cambiado poco. Relativamente. Hemos pasado de ser hijos a ser padres, de ser familia a tenerla, de ser el centro del juego a ser su periferia. De tener las caras surcadas por el acné a permanecer marcados por unas (pocas) arrugas, auténticos testigos de que el tiempo y sus inclemencias no han pasado en balde, testigos auténticos de que el sueño de la vida nos ha dejado las marcas de las sábanas que nos ha hecho despertar al sueño de nuestra experiencia.
Todo un conjunto de personas esperaban a la puerta del colegio como quien no se atreve a entrar en el surco de nuestro pasado. Pero llegó el momento de revisitar los lugares por los que nos iniciamos en esto de la vida, de los amigos y de los juegos. Cada palabra de nuestras conversaciones empezaba a diluir el tránsito de los años para convertirse en algo que habíamos retomado hacía poco, con la familiaridad del que sabe que la risa que se avecina no es forzada, sino que continúa el chiste que había silenciado nuestras bocas durante muchos (muchos) años. Como la vida es la vida y somos muy difíciles de cambiar, porque somos casi iguales, el despliegue de horas y minutos empezó a escoger conversaciones y personas con un estricto criterio de selección de las especies. Y empezábamos a sentirnos a gusto con las personas que siempre lo estuvimos, descubriendo que habíamos traicionado parte de nosotros mismos cuando olvidábamos las anécdotas y las vivencias que nos hicieron estar vivos durante tantos y tantos años.
A lo largo del día, doblamos todos juntos muchas otras esquinas, las de nuestros recuerdos y las de los lugares en los que nos perdíamos para intentar ser nosotros mismos. Doblamos esas esquinas sin miedo, acompañados por nuestros amigos de toda la vida. Después, a altas horas de la madrugada, cada uno de nosotros tuvo que girar a la izquierda o a la derecha, para seguir otra vez el camino. Nos separamos de nuevo, pero seguro que no tardaremos otros veinticinco años en vernos. Ni de coña.
(Imagen de p4nc0np4n)
Estas vivencias tienen un sabor agridulce, cuando no un regustillo amargo. Como ver las fotos de cuando éramos jóvenes, uno no sabe si cualquier tiempo pasado fue mejor. En cualquier caso, mejor sacar a pasear las sonrisas.
Me han gustado mucho tus palabras, incluso me han emocionado.
Eso es exactamente lo que se siente, a mí ma pasó igual, pero no supe expresarlo como tú. Muchas gracias y también espero que no pasen otros 25 años.!!
A mi luego me quedó una sensación extraña.
¡Qué divertido debe de ser encontrarte con tus antiguos compañeros! Desgraciadamente, yo me las he perdido todas a causa de mi vida errante. Una pena pero me alegro de que te lo hayas pasado bien y que pronto os reunireis de nuevo. Muchos besotes,