Estamos viviendo unos días difíciles y engañosos. Por un lado, nos encontramos con la tristeza y la indignación que nos produce el asesinato de una pobre jovencita que tenía por delante todo la ilusión de una vida por vivir. Por otro, tenemos el consabido asalto mediático que, o bien se encauza directamente al amarillismo más descarnado, o, por otro, el de quien disfraza el interés periodístico y la crítica social hacia lo más zafio de la noticia tenebrosa. No deberíamos alarmarnos por este tipo de noticias, dado que hasta hace bien poco hemos tenido en España un periódico especializado en noticias luctuosas y la «crónica negra» siempre ha sido un bebedero del periodismo que sabe que, al otro lado, hay una muchedumbre ansiosa de sangre y desgracia ajenas al otro lado.
Sin embargo, hay ciertas formas de manifestaciones populares que me molestan profundamente. Una de ellas es la de toda esa caterva de furiosos ciudadanos que espera en los alrededores de los juzgados a que lleguen los presuntos culpables. Se puede realizar allí una cata de sentimientos colectivos que oscilan desde el insulto hasta el conato del altercado público con visos de agresión. Digo que me molesta porque, a menudo, los familiares y amigos de las víctimas, que sienten como nadie el dolor de la incomprensible pérdida, reaccionan con mucha más calma y prudencia que la que muestran sus conciudadanos. Lo más que hacen es intentar justificar su dolor con la petición humanamente comprensible del endurecimiento de las leyes.
Otra de las manifestaciones a mi juicio incomprensibles son las manifestaciones con el lema «Todos somos Marta». Los que fueron Marta un día, fueron alguna de las niñas de Alcácer, Miguel Ángel Blanco, Laura u Ortega Lara. y muchos otros Y no: no somos Marta. Entre otras cosas, porque nadie ha sufrido el espantoso golpe de un cenicero en la cabeza, porque nadie nos ha certificado la muerte con una manta liada al cuerpo y porque no hemos sido arrojados desde un puente a un río que llevará nuestro cuerpo a las marismas. Nosotros podemos solidarizarnos, compungirnos y reclamar justicia por el crimen horrible, pero no somos nadie más que nosotros mismos. Yo no soy Marta porque estoy sentado tecleando mientras ella no mira ya las estrellas, ni piensa en lo que hará mañana, ni tiene ya unos padres que la esperen de madrugada.
En ese deseo de ser más papistas que el Papa, queremos sentir más que el que más siente, pagar al asesino con una moneda del mismo cuño y ponernos en el lugar equivocado. No sé. No me gusta. No soy Marta, afortunadamente. No quiero ni imaginarme cómo se pueden sentir sus familiares. Y no quiero más quincalla mediática. Ni tú ni yo. No somos nadie.
(Fotografía de Unai Beroiz)
Estoy muy de acuerdo contigo porque yo tampoco SOY MARTA. Ahora, lo que a mi me alucina, me acongoja, me descentra y me subleva es la actitud de esos jóvenes: el que la mató, los que le ayudaron friamente a deshacerse del cadaver, y el hermano ¡de 40 años! (que tendría que tener un poco mas de juicio) a limpiar los rastros de sangre… Sinceramente, NO LO COMPRENDO. Besotes, M.
Me avergüenza el trato informativo que suelen tener casos como éste: acaban siendo una muestra muy sonrojante de nuestra calidad social.