La sala de espera está hoy descongestionada. Sólo tres personas aguardan, volante en mano, a que salga la enfermera. Tienen la creencia inconsciente de que pasará antes el más rápido, aquel que se levante de la silla con la presteza suficiente para entregar el papel, el pasaporte para ser los primeros en la consulta del médico. Ana lleva unos auriculares con una tendencia maldita a resbalarse de su oreja izquieda. Ana siempre ha pensado que su oreja tiene que tener una anatomía peculiar y extraña, porque ella insiste una y otra vez, aprieta, ladea y oprime, pero no hay manera. Está sentada un poco hacia afuera, repantingada en la silla de plástico. Ha contado ya más de diez veces la hilera de azulejos de la pared que tiene delante, sumando incluso las porciones que bordean la puerta. Su ansia enumeradora se ha extendido también a la pared de la izquierda, antes del pasillo, aunque eso le ha provocado mantener una postura antinatural, excesiva. Casi a su lado hay un hombre anodino. Un poco más allá, a su derecha, está sentado un chico con el pelo castaño y arremolinado, pantalones vaqueros gastados, zapatos deportivos, de esos que ahora se utilizan para patear las calles. Tiene la cabeza baja, atenta a la lectura. Ana tiene que inclinarse un poco, disimuladamente, para atinar con el título: La realidad y el deseo. Nacho ha hecho de esa obra de Cernuda su libro de cabecera en las visitas médicas. Lo hace porque a los diecisiete años lo abrió por primera vez cuando esperaba su cita con el traumatólogo, la primera vez que iba sin sus padres, y desde entonces el poeta ha sido su compañero de dolencias en cada especialidad, itinerando al mismo tiempo que alguno de sus achaques. Nacho está nervioso. Lleva tres meses de médico en médico, de prueba en prueba, desde que el médico de familia le mandó al urólogo, desde que el urólogo le derivó para hacerse radiografías de contraste, análisis y otra batería de suplicios, a cada cual más desagradable. Y de ahí al cirujano. Ha pasado el fin de semana en casa de un amigo. Le oprimía la desazón de no haber podido encontrar a Sheyla, el móvil siempre apagado o fuera de cobertura en estos momentos, su puñetero contestador siempre saltando al cuarto tono. Y no quería estar solo. Al cabo de un rato, cuando Ana llegaba a su séptima canción y Nacho alternaba la lectura de «Donde habite el olvido» con las miradas insistentes hacia la puerta, salió la enfermera.
(Puedes ir leyendo la secuencia de Fragmentos para una teoría del caos de forma ordenada pinchando aquí)
(Imagen de Misha Gordin, vía Pasa la vida)
Y lo malo de las salas de espera , es que el que espera desespera. Pero si llegas dos minutos tarde, seguro que ya te llamaron y perdiste tu turno.
Lo bueno de las salas de espera es que te puedes leer un libro entero… Besotes, M.