Todavía tengo en mi recuerdo el tejido miocárdico apuntado con delicadeza por Blogófago, con la mezcla de la maravillosa composición de Sarah Illenbergen y la dulzura del «corazón coraza» de Benedetti. Pensé durante un instante que ese corazón podía ser el mío, pero un triste suceso acaecido hoy me ha devuelto a la más cruda realidad. Hace ya muchos años se me rompió el pulsómetro, ese aliado digital que atestigua los latidos de tu corazón y que te marca racionalmente la serenidad o el brío de tu correr. En la dicha del inconsciente, salía a corretear buscando la libre sensación de pararme cuando estaba cansado y de acelerar cuando tenía ganas. Pero ayer me compré otro de esos aparatejos, que te atan con cordura al ritmo de tu vida. Y hoy he salido a trotar con este aliado-enemigo buscando que me dijese lo que deseaba, que la falta de entrenamiento, la vagancia y el mucho comer habían ablandado mi corazón, lo habían convertido en humano, lo impulsaban a bombear con fuerza moderada pero ritmo rápido los sabores del devenir. Pero no, parece que sigue latiendo a ritmo pausado y constante, dando un impulso fuerte pero continuo, impetuoso pero lento a este cuerpo cuadriculado. He vivido unos largos minutos en el sinvivir de un trote que no subía de las 138 y en un cuerpo que ronda en su vida en reposo las 50 pulsaciones a ritmo de metrónomo. Esto, que podría ser el piropo adecuado para el cuarentón temeroso del infarto, no deja de ser para mí la constatación del cuerpo duro para la mente débil, el físico cuadrado que busca la cuadratura del círculo de su alma. Sólo me queda una esperanza: que sea como el titanio, resistente pero dúctil, tenaz, pero maleable. Y que, cuando salga el sol, refleje con vigor la fuerza de sus rayos y, nacida la noche, acoja con serenidad el brillo de las estrellas.
(Imagen de Andrea Micheloni)