No habían pasado ni venticuatro horas de escribir mi entrada Sherlock Holmes contra Winston Churchill cuando me encuentro otra transgresión de las débiles barreras entre ficción y realidad: se publica ahora un libro que da noticia de las investigaciones criminales reales en las que colaboró Arthur Conan Doyle, padre de Sherlock Holmes.
Las peticiones de ayuda le llegaban, muchas veces, por carta y, como su criatura de ficción, podía encerrarse durante días en el despacho sin comer para pensar en alguno de esos casos que le encomendaban, destilando luego su inteligencia en el más puro estilo deductivo de Holmes. Era un versado analista de huellas dactilares miembro de esos Club de Crímenes que tanto empaque tienen en las ficciones de la literatura policiaca (y que se trasladan ahora en clubes sobre el autor en la era cibernética). Conan Doyle era capaz de trabajar en un expediente policial durante diez años para excarcelar a un inocente que llevaba años en prisión, indagó en la desaparición de Agatha Christie (otro gran ejemplo de mezcla de ficción y realidad) y hasta llegó a intervenir con algunas sugerencias en el caso de Jack el Destripador gracias a las sugerencias sobre la habilidad manual del asesino para manejar cuchillos y el tipo de cortes que realizaba a sus víctimas. Víctima de una de las contradicciones que habitan tanto en los seres humanos como en los seres de ficción, Conan Doyle mezclaba esa hiperracionalidad analítica con su pasión por el espiritismo.
En cualquier caso, su criatura de ficción fue tan poderosa como para exigir una «resurrección». El talento de Conan Doyle, mientras tanto, resucitará también por los siglos de los siglos cuando un lector abra las primeras páginas de Estudio en escarlata. En ese momento, el lector sabe que no podrá parar.
Hola. Tienes razón. Cuando me leía novelas policíacas a barullo, las que más me gustaban eran las de Conan Doyle. Un saludo