Noah Gordon escribía a finales del año pasado un artículo titulado «Anatomía de un best seller«. La entradilla del artículo me pone los pelos de punta: «¿Hay alguna fórmula para escribir un libro que venda miles y miles de ejemplares». En el trasfondo de esta pregunta se encuentran agazapados los conceptos de fabricación, construcción y creación, y, en la capa más superficial, flota el concepto de venta, dinero y fama. Quiero dejar muy claro que a mí no me molesta que los creadores ganen dinero con sus obras: lo importante no se encuentra al final, sino al principio. En cualquier campo artístico podemos encontrar creadores que se ganan muy bien las alubias y que han contado con el aprecio directo de los receptores, sean éstos (o no) consumidores. Mejor para ellos. La tendencia a medir el éxito de un pintor por el precio de sus lienzos, el de un escritor por vender tropecientosmil libros o el de un cineasta por haber conseguido llevar al cine a nosécuántosmillones de espectadores que han dejado en taquilla muchos muchos miles de euros (sin contar las palomitas) no es sino un claro exponente de una sociedad que, en pleno urinario público, expone su miembro frente a su compañero de excreción para ver quién la tiene más grande. Con su pan se lo coman… siempre que se laven antes las manos.
Para mí, el problema radica en que una obra nazca con el propósito directo de vender ejemplares. Quizá tenga prejuicios, y quizá por ello no haya leído nunca un libro de Noah Gordon. Quizá tenga prejuicios, y quizá por ello me haya leído Los pilares de la tierra de Ken Follett hace muy poco tiempo. Pero, liberados los prejuicios, al leer la novela, lo hice enganchado a ella durante unos poquitos días de verano y me lo pasé bien… pero nada más. Con este juicio me habré ganado la animadversión de los pocos sufridos lectores que hayan llegado hasta aquí en el peregrinar de estas palabras volátiles. Y creo, además, que Ken Follett ha sido un excelente fabricante en esta obra. Construir bien una novela (creo) es otra cosa. Para no poner unos ejemplos con los que se me acuse de elitista, podemos mencionar El nombre de la rosa de Umberto Eco. El semiótico italiano sabía muy bien lo que se estaba haciendo al escribir esta novela, conocedor como pocos de la cultura de masas, de los procesos culturales y de los mecanismos y expectativas del receptor. Pero lo hizo con gran precisión, elegancia, inteligencia… y hasta sensibilidad. Y ganó mucho dinero, pero primero construyó una gran novela.
Ambas cosas, fabricación y construcción, llevan aparejadas muchas horas de trabajo. Y se fabrican y construyen merenderos para llevar a los amiguetes a asar chuletas, casetas para el perro, grandes mansiones horteras, catedrales góticas, museos de la evolución y muchas otras cosas. Todas estas cosas son más útiles (incluso algunas más útiles que otras, para qué engañarnos), pero tienen diferentes grados de construcción. … Y, entre ellas, también, alguna vez, salta la chispa de la creación. La palabra crear suena a algo divino, y creo que en el fondo se merece el adjetivo, aunque se fundamente en el sudor conjugado con el talento. Y me quedo con la expresión «best seller vertical» (creo que aplicada por Carlos Bousoño a la poesía): me fío del criterio de los siglos, que ha aupado a escritores olvidados y ha envilecido a juntadores de letras muy famosos en su tiempo (lo cual no quiere decir que el destilar del tiempo no origine también sus obligadas injusticias). Y creo que Cervantes, Proust, Stendhal, Galdós, Lorca, Góngora, Valle, Dostoievsky, Homero, Dumas (sí, lo voy a poner: así se podrán criticar con más facilidad mis argumentos), Conrad, Dickens, Kafka, Stevenson, Rilke, etcétera, etcétera, etcétera, de fabricantes no tenían ni un dedo. Construían para crear. O creaban para construir. Y me gusta habitar bajo su mismo cielo.
Yo, para pasar la noche, puedo dormir en la caseta del perro o en el merendero de un amigo. Para vivir, me conformo con casi cualquier cosa. Para soñar, prefiero la quintaesencia de lo divino. ¿Elitista? No, exigente.
(La foto es de Arkadyevna)
Me gusta eso de la lectura en capas. A mí, que soy un superficial, me gusta que me aporten complejidad las cosas que me circundan y los libros que leo. Y lo de las recomendaciones personales es una maravilla (un día lo voy a tratar en la serie sobre la lectura). Y lo que hemos comentado otras veces, Mafaldia (y manzacosas), el paseo por el laberinto de la biblioteca: perdernos para encontrarnos.
Normalmente los best sellers me suelen producir repulsa y cuando me leo alguno lo hago ya condicionada por un espíritu crítico negativo que me conduce a ser más exigente que con el resto de los libros y por ello terminan siendo fusilados por mi entendimiento, antes de leer me guío por lo que conozco del autor, si en general me gusta adelante pero como me caiga gordo por algo…, no me vale para nada el gusto de las masas, si las recomendaciones personales.
Hola. Estoy totalmente de acuerdo con lo que indicas sobre Umberto Eco y el Nombre de la Rosa. Es mi libro preferido, una maravilla en cuanto a descripciones, tramas, retratos de personajes y situaciones. Y agradecí infinito entender los párrafos en latín, sin cuyo entendimiento no cabe habalr de esa maravilla. Un saludo. Manzacosas
No puedo estar más de acuerdo contigo, Raúl. En efecto, la diferencia está en cuántas capas de lectura tiene un texto. La literatura que hace avanzar el mundo permite varias.
La que nace para ganar dinero busca la mera lectura del entretenimiento. Está bien, pero se me acaba pronto. Y yo pido más a un texto. Hay mucha gente que no y por eso siempre les dará igual estar leyendo el mismo libro con diferente título toda su vida.
Sobre esto hablaré en unos días aplicándolo a un texto concreto.