Si hablamos de la lectura como forma de destierro del aburrimiento y como búsqueda de placer, nos topamos gustosos con la literatura de aventuras. La novela de aventuras acompañó nuestra infancia y recrea nuestras vidas adultas. Arturo Pérez-Reverte, en un antiguo pero magnífico artículo sobre la novela de aventuras –«El doblón del capitán Ahab» (en la referencia de esta web hay una errata: es un escrito del 11 de agosto de 2001, publicado en Babelia)- afirma: «Igual que los primeros amores, los primeros amigos no se olvidan nunca; y lo bueno que tiene el paso del tiempo es que ayuda a mirarlos de otra manera, con otros diferentes, y entiendes cosas que antes sólo intuías o ignorabas». Como decíamos en la entrada anterior, la ficción hace que el lector sostenga una mirada más lúcida frente al mundo. Y la lectura y la relectura, la inmersión y la floración de los mil avatares y requiebros de la aventura perduran en nuestro corazón. Frank Kermode, en el libro titulado The Sense of a Ending (El sentido de un final), que recopila unas lecciones impartidas en el Bryn Mawr College en otoño de 1965 (luego continuará, en este mismo sentido, con las Norton Lectures del curso 77-78 en Harvard), afirma que la estructura de muchas novelas obedece a un planteamiento asimilable al Génesis: el sentido del final de un libro viene recogido en su principio. Y ese final supone la salvación. A mí me gusta aplicar este principio a los libros de aventuras que se desarrollan en el mar, porque todos los protagonistas de esas novelas intentan, en cierto modo, redimirse (o, en algunos casos, condenarse) por medio de un viaje). El viaje siempre es interior y exterior, íntimo y público, lineal (suele tener principio fin), pero también, obtuso, espiral y enredado. Y, entre los muchos ejemplos que pueden ponerse, me quedo con cuatro. El primero es Robinson Crusoe, de Daniel Defoe: el hombre encerrado en la isla y en sí mismo, condenado por el destino (pero ayudado por la providencia), que está inmensamente sólo pero acaba acompañado por tres elementos: su civilización, que le conduce de manera confiada al progreso, su paciencia y, más adelante, por otro ser humano, Viernes, que será uno de los garantes de su salvación en todos los sentidos del término. Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne, con el profesor Aronnax, Conseil y Ned Land atrapados en esa isla en el fondo del mar que es el submarino Nautilus, y con el inigualable capitán Nemo, personaje rencoroso y vengativo, pero inmensamente sabio, que conoce demasiado a la sociedad como para querer seguir perteneciendo a ella: creador de una utopía y encerrado en ella para siempre. Moby Dick de Herman Melville, con un capitán Ahab enfrentado a un animal todopoderoso y sumergido, al final, en su propia obsesión. Y con ese doblón clavado al mástil, símbolo de todo lo que queremos alcanzar y que nunca lograremos. Y, por último, El Señor de las Moscas de Willian Golding, que, en el camino opuesto a Robinson, hace que la naturaleza humana retorne a lo primitivo y que esos cándidos niños náufragos jugueteando en las playas de la isla acaben representando simbólicamente el encarnizamiento de la humanidad, la cordura aplastada por una piedra y la caracola, el símbolo de la comunicación y concordia humana, ignorada y suplantada por el más cruel de los delirios: la sangre y la caza humana.
«Compadezco a los hombres cómodos, resignados y razonables que nunca leyeron libros que estremecieran su corazón. Compadezco a quienes nunca se dejaron seducir y arrastrar por una moneda de oro, una mujer hermosa, un amigo fiel, una aventura descubierta en un libro. Compadezco a los que nunca dormirán la paz eterna con todos los piratas, junto a la tumba donde se pudran ellos y sus sueños.» Así acaba su artículo Pérez-Reverte. Por lo que a mí respecta, no me gustaría ver podridos mis sueños. Significaría que me he hecho mayor. Y yo quiero salvarme.
En efecto, es muy de agradecer una buena intermediación en las lecturas. Los profesores son una buena cosa, siempre que se tenga en cuenta que el auténtico mérito lo tiene el lector, que es el que lee (el profesor es el medio de transporte). Y, en efecto, los Clásicos Juveniles de Bruguera forjaron a muchos lectores. Yo también fui un empedernido lector de esos libros.
Recuerdo y aun conservo unos libros de la Editoria Bruguera CLASICOS JUVENILES que recuerdo con especial cariño, ya que fueron el paso natural intermedio desde el TBO, el Pumby, los Zipi y Zape a los clasicos. Eran unos libros que tenian en una pagina el libro en comic, y en la siguiente en texto, asi comence a leer a Salgary, Verne, Stevenson, Beecher Stowe, Twain, Dumas, Defoe, Mellville……¡¡¡Que gozada¡¡¡¡¡
aparte del libro en sí, de lo que inspira, lo que aprendes sin más y lo que aprendes a cuestionar, a apreciar o a reflexionar gracias a su lectura, creo que es importante también, o al menos para mí lo fue, la guía recibida por parte de ciertos profesores ante el libro.
hablo del haberme enseñado a aprender a apreciar la literatura. trabajo que considero impagado, y del que yo al menos estaré eternamente agradecida (y no es por ser pelota jeje)
Horas viajando a través del papel y viviendo vidas en todos los mares, en todos los continentes, en todos los planetas… eso sí es despertar la pasión por la lectura: la recompensa es enorme.