Aburrimiento y placer han sido los dos hitos por los que hemos pasado hasta ahora en nuestro modesto recorrido por la lectura. Y todavía queda mucho que decir, pero haremos un descanso ejemplificativo. Esta entrada se titula dos niñas de «nuef años» porque la expresión me evoca dos situaciones distintas pero complementarias en torno al acto de lectura. La primera, mi devoción por un libro apasionante, aunque lejano en el tiempo. Se habla mucho del Cid, pero se lee poco el Cantar. A veces se lee, pero en los colegios, porque no queda más remedio y con poco entusiasmo. Por hablar sólo del principio, a mí me encanta que un héroe de esos de los que los que los tiene bien puestos comience llorando, mirando hacia atrás añorando todo lo que pierde y presintiendo toda su mala suerte con una corneja que señala su mal agüero. Llegando a Burgos, sigue siendo poco héroe cuando descarga su frustración con una patada en la puerta, como todos los mortales. Y la única persona que puede hacerle entrar en razón, por contraste, es una niña: el hombre rudo y valiente, junto con sus compañeros y vasallos, tendrá que pasar la noche a las afueras de la ciudad, entre los delincuentes y gentes de mal vivir. Está de moda reivindicar al Cid histórico (y me parece muy bien, que conste), pero a veces se sobrevalora la realidad en detrimento de la ficción. ¿El Cid del Cantar no es real? ¿No está la ficción presente entre nosotros, de la manera más poderosa que se pueda imaginar?
Prueba del poder de la ficción, de que la lectura es un vicio y que mata de manera definitiva el aburrimiento para auparnos al limbo del éxtasis es el de la otra niña de nueve años a la que quiero traer a colación: esta es extranjera y pasaba sus vacaciones en Tossa de Mar. La veía todas las mañanas, bien temprano, con un libro abierto. Iba cambiando de postura sin que sus ojos se desviasen un milímetro de su objeto de deseo. Apoyada, encorvada, de espaldas y con los brazos estirados soportando alegres el pesado libro. Me iba a la piscina, volvía. Cogía mi libro y lo dejaba. Y ella seguía allí. A eso de las diez, nos íbamos a la playa un rato y, al volver, sus ojos seguían sugestionados por la ficción. Como casi todos los extranjeros, comía en el primer turno, temprano. Y sus padres tenían que insistir, acercarse, meterse entre su libro y ella. La niña sonreía. Se levantaba. Se la veía feliz, con la mirada puesta en un punto intermedio entre el horizonte y sus sueños.
Leía uno de los libros de Harry Potter. Seiscientas páginas y mil y una aventuras por recorrer. ¿Seguirá leyendo ahora, en el frío de su Suecia natal? ¿Cómo mirará las cosas? A mí me gusta esa manera de observar la realidad, con los ojos de quien ha vivido y ha soñado mucho.
(Fotografía reproducida con permiso de jonee)
Muchísimas gracias por la referencia de Rubén Dario, Pedro. No la conocía. En efecto, el Cid literario es grande. Y eso se debe a la imaginación: entre la imaginación y la realidad, puede la imaginación.
En efecto, Mafaldia, la lectura no debe renunciar a nada. Hablaré de alguna cosa de esas cosas en alguna de las próximas entradas sobre la lectura.
Gracias a los dos.
Respondiendo preguntas a mis hijas sobre el Cid, el Quijote, saben que el cid existió pero ¿y don Quijote? ¿por qué no?, ¿y Harry Potter? añadimos pues que leer también nos aporta manejar la realidad a nuestro antojo (soñar) y algo también de soberbia (menudo pedazo libro que me acabo de leer más de 2000 páginas y lo he hecho yo solito y además me ha gustado) el próximo más gordo. ;P
Hay otra niña cidiana, Raúl: la que aparece en Cosas del Cid, de Rubén Darío y se reúne con la del Cantar en Castilla de Manuel Machado: es el símbolo exacto de la armonía y de la esencial espiritualidad del Cid modernista: es decir, de la creación artística. Me gusta esta fusión de lo francés con lo castellano provocada por un nicaragüense. En efecto, el Cid histórico es menos grande que el Cid literario.
Es una magnífica serie la que está haciendo, dedicada a la lectura.