La nocturnidad era su latido. Descendió los escalones que lo separaban de la noche y su cuerpo encendió fulgores. Deambulada por las calles iluminadas y revolvía los rincones. Susurraba, murmuraba palabras dulces a damas de nombres infinitos. De su sonrisa irradiaba la felicidad que sonda lo absoluto. Luego, llegaba la calma. Un zigzag en la acera, un paso perdido en el quicio de la puerta del último bar, absorto en su amplitud y en su resonancia. Suerte y libertad de movimientos, flexibilidad y apertura de ideas. Después, llegó la auténtica noche. Luchó por sobrevivir. Y lo consiguió, a pesar de los bordes del abismo.
(La foto pertenece a mi reciente álbum de Valencia en Flickr)