No será difícil que muchos lectores de esta entrada vean tras el título la pluma de Fray Luis. En efecto, es uno de los versos de su «Oda a la vida retirada». Es un verso que me ha gustado siempre, aunque pase desapercibido entre la calidad expresiva del poema del de Belmonte. Me ha gustado y me he sentido identificado con él infinidad de veces: esa soledad buscada del lugar ameno, apartado y recóndito del que refugiarse del estrépito del mundo. Ayer, sin embargo, martilleó mi memoria en una solitaria noche de martes. Adornaban mi mesa de televisión unos triangulitos de queso de oveja, una pieza de fruta algo más que madura y un yogur aderezado con un par de cucharaditas de azúcar. El lujo supremo tomaba el nombre del Rioja crianza del 2001, que tampoco era para tirar cohetes. Cenar uno frente a la pantalla del televisor es la postura más reveladora de la soledad en el mundo. A solas, sin testigo. O frente a un testigo, la tele, a la que escuchas pero no te oye. El aparato que niega el intercambio comunicativo. Necesitaba un artilugio que rellenara con ruido el silencio para enmascarar el vacío. Me negaba a que el mutismo de la casa rebotara en la casa sin cortinas, con muebles viejos y ajados. No quería que el frigorífico, el silencio del siglo XX, repiqueteara con sus espasmos repentinos. Apagada la televisión, llegó la aparente calma. Unos instantes de lectura para motivar y deleitar el gusto, pero, sobre todo, avanzadilla del letargo. Pero una lámpara sobre la mesilla de una cama rota, sobre el suelo, provoca un mar de sombras. Y luego, tras el clic del interruptor, el abismo. Una noche sin pesadillas pero sin sueño, el agitar del viento los árboles y las luces adivinadas por los resquicios de las ventanas. A solas, sin testigo, he visto comenzar un nuevo día.