Alberto se ha vuelto a poner delante de la pantalla de ordenador. La calidez del papel manuscrito no está a la altura de su letra, enrarecida desde una infancia en la que las cartillas se le atragantaban y en la que los trazos de los cuadernos de caligrafía realizaban sinuosidades de líneas de puntos con enlaces imposibles. Alberto hoy ha pensado y le ha venido a la mente una imagen: Kafka en el sillón de un terapeuta. Alberto leyó al checo por primera vez cuando tenía catorce años. Le animó la brevedad de la Metamorfosis del mismo modo que le acabó conmocionando su contundencia. Desde entonces, siempre había creído que las obras de Kafka reflejaban el laberinto del ser humano contemporáneo.
Alberto encajó sus dedos índices en los anclajes de la f y de la j, estiró un poco su espalda y su cerebro empezó a mandar sus reflejos de pensamiento en impulsos que llegaban casi instantáneamente ante sus ojos. Alberto comenzó a dar siete vueltas de tuerca a Kafka, entre procesos y castillos y se imaginó a Joseph K. sentado en la acogedora sala de un terapeuta. Al principio, se le imaginó ante un psicoanalista, pero enseguida desdeñó la idea.
Los ojos de Alberto veían refractar en su pantalla los pensamientos que le traía Mónica. Siempre Mónica. Mónica no le contestó a su última carta y, desde entonces, Alberto no sabe qué significa esto, si indiferencia o cariño. Le extraña que Mónica, la misma Mónica que afirmaba siempre «Eres muy divertido. Contigo me lo paso genial» haya pasado al lado del silencio. Quizá preguntar a alguien qué expectativas tiene en la vida es una pregunta demasiado osada, demasiado personal. Demasiado volcada hacia fuera. Alberto piensa que si Joseph K. contase hoy sus cuitas a su terapeuta un espectador indivisible no daría ningún crédito de verosimilitud a sus palabras. Alberto había leído siempre las obras de Kafka como unas novelas de argumento fantástico en un contexto plenamente realista. Alberto ahora ha borrado dos líneas enteras. No las ha seleccionado con el ratón, sino que ha visto con fruición como iban desapareciendo letra a letra, con velocidad de vértigo. Alberto ha pensado que si uno se despierta convertido en un asqueroso bicho, el escritor tiene la posibilidad de hacerle vivir aventuras hacia afuera o hacia adentro. Y piensa, quizá equivocadamente, que hacia dentro significa aventura existencial y metafísica. Eso teniendo en cuenta que los tiempos no corren ahora -quizá nunca- hacia búsquedas que no sean concretas.
Alberto ha cambiado palabras. Reconoce su torpeza, reconoce que ha utilizado Word para escribir una palabra y ha pulsado una combinación de teclas (mayúsculas+F7). Ha recorrido las diferentes posibilidades, aunque no se ha quedado con ninguna. De momento. Alberto escribe a la vez que recuerda una tarde, con Mónica y su espalda desnuda. Recuerda nítidamente su torso recostado entre penumbras. Recuerda con claridad -tiene la imagen casi eidética- cómo la punta de sus dedos iban deslizándose con dulzura por un cuerpo que se estremecía. Le gustaba el contacto leve pero intenso de unas caricias que se resistían a seguir más allá y que se detenían ante cualquier obstáculo susceptible de ser directamente erógeno. Alberto piensa que las cosas son así, que así hay que aceptarlas, pero al mismo tiempo piensa que uno tiene que luchar y enfrentarse a sí mismo, a sus miedos y a sus verdades.
Mientras escribe, Alberto se da cuenta de que sus manos se atenazan. Quizá sea el cansancio, quizá una postura incorrecta. Mira que se ha leído todos los folletos que le han dado en su empresa hasta poner un manual de informática debajo de la pantalla para que ésta resplandezca en la línea de sus ojos. Alberto piensa en la calidez de los cuerpos y en la calidez de la compañía humana, en la complicidad y en el cariño. Cuando ya ha escrito casi dos folios, Alberto vuelve a pensar en Joseph K., y en Gregor Samsa. Y en un amable terapeuta intentando seguir sus impulsos. Y en un espectador anodino y anónimo intentando comprender el mundo. Entonces, Alberto ha deslizado el ratón hacia la esquina superior -derecha- de la pantalla. El procesador, siempre perspicaz, siempre atento, le ha preguntado si deseaba salir sin guardar los cambios. Alberto ha contestado que sí, se ha levantado y se ha ido a la cocina. Una mandarina -y la soledad- le iban a llenar de amargura.
(Imagen de Peyote)
(Puedes ir leyendo la secuencia de Fragmentos para una teoría del caos de forma ordenada pinchando aquí)
Buenas noches, de nuevo:
Alberto está más solo que la una. Y parece que lleva mucho tiempo así, sin relacionarse con nadie. Sin exteriorizar lo que piensa. Sin comunicarse.
Su situación ahora, ya no es de risa. Es un tímido e indeciso. Y sufre.
A ver como sigue.
Leer hacia atrás da otra perspectiva a lo escrito.
Mandarinas y amargura… y mucha tristeza
Qué curioso, llevo pensando unos días en una imagen similar..