Hoy voy a serenar mi alma enlazando mi propósito de hablar de lo interno y de lo externo con el deseo, que parece haber explotado en la primavera de la Red. Y hablaré de «las partes» de nuestro deseo. Los marranos y adláteres, pueden saltarse la entrada, porque no voy a hablar de evidentes zonas erógenas, ni siquiera de hormonas enfundadas en la necesidad del reciclaje homeostático y su ciclo piramidal. Es tradicional situar los sentimientos (el amor, el deseo) en el corazón. Los árboles con el músculo del corazón tatuado han abierto el pálpito de miles de navajas, han hecho florecer las ramas a ritmo de taquicardia y han sufrido la parada cardíaca del infarto de miocardio agudo que supone el fin de la relación. Pero no ha sido la única parte de nuestro cuerpo a la que se han vinculado los sentimientos. Según parece, el corazón no es la causa, sino la consecuencia, y es el hígado el que libera el deseo amoroso y el que conduce algunas hormonas al aceleramiento sentido de nuestro pecho. Así lo creían también muchos médicos griegos y árabes: ¡qué bonito hubiera sido ver los folletines del corazón convertidas sus páginas en finas láminas de hígado! Ahora vamos descubriendo que las riendas las tiene el cerebro. No como parte racional que gobierna, sino como parte integral que rige y manda. Así que nuestro deseo explota por los poros, por los músculos y por las glándulas pero tiene el detonante y el detonador en nuestra cabecita. Linda y complicada.
¿Qué extraño vericueto de nuestras mentes nos conduce a desear? ¿Cuál es el eje que une nuestra mente y nuestro cuerpo? ¿Qué mecanismo activa los interruptores de nuestro querer, de nuestro desear? Yo, Irina, no lo sé. Sólo pienso que el deseo oprime desde la necesidad y de la seducción desde la inteligencia, que somos pequeñas moléculas de nada, pero perseverantes granos de polvo enamorado, como decía Quevedo. Y que el deseo aflora desde lo más hondo para iluminar cada momento lejano del Universo. Y caemos rendidos a la seducción y al deseo, como alfombra que marca el camino hondo de nuestras vidas. Como decía Guillermo de Baskerville (esta vez en la versión cinematográfica de Annaud): «Que pacifica sería la vida sin amor Adso. Qué segura. Qué tranquila. Y qué insulsa». Ay, Irina: y eso que el alma, como la esencia de lo incorpóreo ya no existe. Está en el cerebro. O, lo que es lo mismo, en el hígado, en el corazón. Tu alma, Irina, mientras me escuchas con calma, se ha trasladado a mi sentimiento.
Querido Raúl, ¡Viva la pasión desaforada! ¡Viva el deseo vehemente! ¡Viva los aleteos pajariles en el fondo de las tripas cuando ves a tu amado/a! ¡Viva esos temblores ansiosos al acercar tu boca a la suya! ¡Viva esos besos de tornillo que llegan hasta las amígdalas! ¡Viva esos polvos históricos! ¡Viva la primavera! ¡Viva tu fabulosa prosa! Ay… ¡VIVA EL AMOOOOR! Besotes, M. (Una puede recordar ¿no?)
Sí, pero la vida sin amor no sería vida…
Ay Eduardo Punset del alma mía, verte metido en los fragores de la primavera… Es aquí donde se justifica la práctica metodología de que el fin justifica los medios. Sea
Al finl, además, el deseo es inconstante y se fatiga pronto. Seguiremos, que aun no ha llegado de verdad la primavera.