Un día, cogí una pequeña libreta con hojas de cuadrículas grandes y, en este pequeño mundo ordenado, pensé en la tristeza: escribí alegría. Calculé mal el espacio, y sólo apareció escrito alegría. Sin pretenderlo, sin controlarlo, los trazos no fueron grafías, sino una pequeña cuadrícula amarilla en la parte inferior derecha de la página. Algo desconcertado, intenté pensar en otra sensación que revelara estados de ánimo y pensé en la desesperación. Como por arte de magia, mi mano zurda fue perdiendo afásicamente las nociones lejanas de la caligrafía y escribió paciencia. Y el resultado fue un manchón azul, en forma geométricamente perfecta. Me senté con la espalda recta, bien apoyado, concentrado en mi tarea. Sonreí con la autosuficiencia de quien se sabe dueño de su destino y pensé en el orgullo. En ese momento, mi mano se lanzó en un acto reflejo hacia el papel y, con exactitud, se dispuso a escribir dignidad. Estuve a punto de conseguir mi propósito, pero un gran cuadrado rojo quiso que se quedase en dignidad. Una amiga mía, de nombre evocador (se llamaba Amanda), se acercó y me dijo: «Estás ensamblando un Mondrian, pero sin talento: olvidas que los colores no son palabras. Y te dejas el color de los trazos negros». Con una mirada que no miraba a ningún sitio, le dije: «Amanda, ahí te equivocas de parte a parte: el negro es la ausencia de color; sólo queda en el pozo oscuro de mi recuerdo». Contemplé mi redacción apresurada y quedé satisfecho. Como le ocurría a Mondrian, he ido eliminando el color verde de mi diccionario vital. Pero descubrí que las palabras no se cortaban, sino que se prolongaban. Y que las líneas llegaban hasta ninguna parte. O hasta el infinito.
hay un vacío de 65 millones de colores, blancos de entre por donde se pasa desde el interior hacia exterior, espacios fuera de juego de las palabras, los ojos de la red, hay que cambiar los colores de ciertas sombras, hay que fragmentar las letras y también se pueden hacer frases cartográficas de los atascos del tráfico o párafos de rebaños de zapatos, también de color favorito de aquella chica
Hay gente que me toma por loco, pero los cuadros de Mondrian son la expresión perfecta del equilibrio en conjunción con el infinito. El cuadro no acaba dentro del cuadro, sino en el exterior.
Ya en particular, tienes razón Pedro, esos colores simples son el símbolo de todo lo complejo que es la vida. Nosotros, a veces, intentamos pintarla con palabras y lo conseguimos a medias, mediante esas finas líneas negras (bienvenida a Verba volant, Bea, es un honor (espero que los garbanzos y los chipirones que han aparecido últimamente en el blog admitan el curry como complemento). Y, en cuanto a Amanda, tengo que decir al "mundo mundial" que, más que alumna, la considero mi amiga. Es brillante y simpática, un sol al que quería dedicar su nombre en el día de su cumpleaños. Sigue cumpliéndolos así. Y a Ana, le pido un deseo: que un día me mande desde su Michigan de adopción alguna de esas líneas maravillosas que escribe para alojarlas en este blog.
Vengo de La acequia y aterrizo aquí. Felicidades por el relato y por esa reducción del lenguaje entre finas líneas negras.
En estos días levanta el ánimo una cosa así.
Gracias, Raúl
qué bueno! me ha encantado.
fragmentos de vida en puro color y amputación de letras… de ahí que la líneas no terminen, Raúl