Acabo de tener mi cuarto hijo, estoy bastante puesto en lo que a la crianza de los niños se refiere y me siento moralmente obligado a deslizar algunas consideraciones sobre los riesgos que su salud corre. Cada vez que pillo in fraganti a una mamá calentando el biberón de su rorro en el microondas de un restaurante, me acerco a ella y le digo:¿Sabe usted, señora, que ese aparato destruye toda la carga alimenticia de lo que se mete en él? ¿Quiere que este niño tan hermoso empiece a acusar síntomas de desnutrición? Los microondas –en mi casa jamás ha entrado uno ni entrará– pulverizan las moléculas y las convierten en algo bastante parecido al serrín. Su valor nutritivo raya en el cero. Segunda consideración… Veo un anuncio en la tele. En él aparece una familia feliz –mamá, papá, niño, niña– a la hora del desayuno. ¡Salud para todos los suyos! Ése es el mensaje que las alegres imágenes transmiten. Y en ellas se ve cómo los solícitos progenitores llenan de leche los vasos de sus hijos mientras éstos devoran enormes rebanadas de pan cubiertas por un dedo de nocilla o de nutella. Tanto monta, monta tanto… A cuál peor, por muy sabrosos que esos productos sean. Su carga de azúcar y grasas trans, entre otras lindezas, son un obús lanzado contra el sistema cardiovascular de quienes los consumen. Siento llamar a las cosas por sus nombres, pero sabido es que no se juega con las cosas de comer, y si éstas son para niños, menos. En cuanto a la leche… Otro veneno. Hoy ya no me queda hueco para seguir arremetiendo contra ella. Lo haré en la próxima entrega, pero vaya por delante que obran en mi poder nuevas y malas noticias al respecto.
(Fernando Sánchez-Drago, en La Razón, 24-11-2012. El vínculo al artículo, aquí.)
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