No tienes que verlo para saber que tienes que verlo – El museo del Louvre

La publicidad es un tipo de discurso persuasivo en el que es muy frecuente que se omitan elementos. No es necesario que haya una argumentación completa para que esta llegue al receptor de manera exitosa y eficaz. Esto, que ocurre de modo general en toda la comunicación publicitaria, se consigue plasmar de manera muy inteligente en la campaña realizada por Miami Ad School, una agencia alemana, para el Museo del Louvre.

El lema de la campaña es You don’t have to see it, to know you have to see it (No tienes que verlo para saber que tienes que verlo. Se trata de una bonita paradoja que evidencia que las obras que pueden apreciarse en el Louvre son sobradamente conocidas por el público, por lo que no necesitan ser mostradas más que de forma pixelada en las imágenes de la campaña. Por lo tanto, la campaña se basa en lo que no muestra y todos comprenden: No tienes que verlo [aquí] para verlo [en el Louvre]. Desde el punto de vista cognitivo, entendemos lo que no está por lo que está. O, lo que es lo mismo, es mucho mejor ver la auténtica realidad de lo que ya conocemos que ver una imagen. Sería la elevación por sublimación del Ceci n’est pas un pipe de Magritte (o, visto de una manera más crítica, su reducción al absurdo).

Para juzgar si este reconocimiento es completo por parte de todos los receptores, dejo, además de la Mona Lisa que encabeza la entrada, las imágenes del Juramento de los Horacios,  La Libertad guiando al pueblo y La balsa de la Medusa. Basta con que pinchéis sobre cada imagen.

 

La información sobre esta campaña me llegó a través de la web Ads of the World.

Esta entrada, publicada primero en ScriptaManent, aparecerá también en mi blog personal, VerbaVolant.

Porcentajes e interpretaciones en la prensa escrita. A propósito de un titular sobre la Universidad de Burgos

Esta mañana, me ha llamado la atención un titular del Diario de Burgos en su edición impresa. Aparecía ya como avance en portada:

La UBU atrae solo a 25 extranjeros de 800 docentes e investigadores en plantilla.

Desde luego, no es en dato halagüeño: el adverbio solo nos señala un dato del que se desprende un porcentaje bastante negativo. Las universidades deberían ser instituciones en las que se premia la excelencia y que deberían atraer a los mejores profesionales, sean de donde sean. Porque de ese solo también deducimos que es un número pequeño y que, para que las cosas funcionen mejor, tendría que haber muchos más. No es que los mejores sean los docentes e investigadores extranjeros, sino que es más fácil encontrar a los mejores si, en vez de sumar un personal de procedencia únicamente española, sumamos a los interesados de otras nacionalidades.

En la página seis, aparece ya la noticia desarrollada. Veamos el titular:

Se repite el titular del avance en portada, pero se añade una información que la precisa:

Suponen un 3 % del total, un punto por encima de la media nacional.

[Ccorrijo el original, ya que entre el número y el símbolo del porcentaje hay que dejar un espacio fino: OLE10, p. 590]

Creo que no hay un planteamiento correcto a la hora de redactar ese titular. Si leemos este titular por sí solo, interpretamos que la UBU tiene a muy pocos docentes e investigadores extranjeros. Este hecho, siendo cierto, conduce a contrastar esa escasez  en la Universidad de Burgos  con un número supuestamente mayor en otro sitio (el lector está empujado, por la teoría pragmática de la relevancia, a pensar que en otras universidades españolas). El dato añadido «un punto por encima de la media nacional» hace que el lector pueda sentirse extrañado, dado que un titular más optimista y realista (aunque, ciertamente, no un consuelo para la salud de nuestra querida institución), sería (por muy triste que sea el dato en sí):

«La UBU cuenta con más docentes e investigadores extranjeros que la media de las universidades españolas».

O, en todo caso, un titular realista y negativo para todos:

«Las universidades españolas atraen solo al 2 % de docentes e investigadores extranjeros».

O, también, uno negativo más general:

«Las universidades españolas cuentan con muchos menos investigadores y docentes extranjeros que las universidades europeas».

Insisto: el dato puede ser negativo, pero no lo es para la UBU en su justa comparación con el resto de universidades: el dato particular no puede emborronar el aserto general, que es el válido en este caso.

El desarrollo de la noticia explica muy bien a qué se debe esta circunstancia en todas las universidades españolas, pero eso ya es una cuestión de política educativa universitaria y no una cuestión comunicativa. El sistema de acceso a la docencia universitaria en España cuenta con un sistema de acreditación que no facilita nada las cosas para la incorporación de personal extranjero… y tampoco para una sana promoción de los investigadores y jóvenes promesas españolas. En efecto, nuestro país cuenta con un pésimo sistema de acceso a la función docente, que invade nuestros centros superiores de trabajadores precarios en forma de una figura de profesorado asociado perversamente entendida. De eso (quizás) tendremos que hablar otro día.

Un pequeño apunte para acabar: la redactora del Diario de Burgos escribe con gran corrección el adverbio solo. Para aquellos persistentes que defienden a ultranza el uso de solo como adverbio con tilde, les recomiendo la lectura atenta del artículo de Salvador Gutiérrez Ordóñez «Sobre la tilde en solo y en los demostrativos», aparecido 2016 en el BRAE. De esto, con toda seguridad, hablaremos otro día.

Hablemos de nuevo sobre las «almóndigas»

Hace ya tiempo, hablé sobre murciégalos, almóndigas y toballas, pero parece que los lingüistas predicamos en el desierto y que muchos prefieren un prejuicio bien asumido o un bulo por internet difundido por doquier que una realidad. Vaya por delante que me encanta que la lengua sea objeto de conversación. De algún modo, demuestra que apreciamos y valoramos nuestra forma de comunicarnos con los demás.

Hablo de nuevo sobre almóndigas, pero a través del interesantísimo artículo de Lola Pons en El País titulado «Toda la verdad sobre almóndiga». O, mejor, no hablo sobre almóndigas porque Lola Pons lo explica tan acertadamente que lo más recomendable es que leáis el artículo poniéndole en el contexto de los cambios de b/v hacia que han experimentado otras palabras. Para los que andan despistados, respecto a la almóndiga y la RAE, digámoslo de forma telegráfica: sí, es cierto que almóndiga aparece en el DLE. No, no es cierto que la RAE «acaba de» admitir, en un delirio apocalíptico, esta palabra junto con otras palabras «horripilantes» como cocreta (que, por si los amantes de los bulos no lo sabían, no aparece en este diccionario). Y recordemos que, cuando aparece almóndiga en el DLE, podemos comprobar, por un lado, que se remite a la palabra culta albóndiga (la fetén, para los puristas) y que el horror de internet viene con marcas de vulgar y desusada.

Conviene aquí tener en cuenta lo que nos dice Lola Pons sobre un aspecto más general que saca la cosa (y la palabra) de la anécdota para ofrecer un marco de reflexión mucho más necesaria: para que una palabra aparezca en el diccionario no es necesario que sea «la buena», sino que también están registradas las que se usan por otras circunstancias en una determinada zona, en un determinado registro, en un determinado «nivel» de lengua. Como dice la profesora Pons, quitar determinado tipo de palabras no tiene ningún sentido porque estaríamos ignorando que una lengua es heterogénea: «En cierta medida el diccionario es cementerio, es barrio rojo y es descampado: recoge palabras muertas, palabras marcadas como poco apropiadas para según qué contextos y palabras que solo usan una parte de los que hablamos español», dice Pons.

Como nos recuerda la lingüista y colaboradora de prensa Elena Álvarez Mellado en su artículo «El mito de las palabras que no están en la RAE»: «Las palabras no pertenecen a la RAE ni a los diccionarios, pertenecen a los hablantes. Los hablantes crean, producen, inventan palabras, y los diccionarios las recogen. Nunca al revés. Todas las palabras que aparecen hoy en el diccionario fueron acuñadas en algún momento y estuvieron fuera. Aun así, tenemos tan interiorizada la idea de que es el diccionario el que crea la lengua que decimos alegremente que una palabra no existe cuando no la encontramos en el diccionario». Teniendo en cuenta, por cierto, que hay mundos y palabras y diccionarios más allá de la RAE.

Y, como concluye el artículo, sorprende que haya una tendencia social para que el diccionario sea un elemento sancionador de la verdad y la corrección y no un notario de lo que existe en otros lugares y en otros barrios, en otras comunidades. Y, sobre todo, «tanto discutir entre estas dos variantes nos está alejando del asunto principal que España debe dirimir: ¿en qué bar de este país sirven las mejores albóndigas?».

Aprovecho para recomendar la lectura de las colaboraciones en prensa de Lola Pons (en Twitter, @Nosolodeyod) y de Elena Álvarez Mellado (@lirondos en Twitter). Y finalizo con una pequeña apuesta: ¿qué nos jugamos a que muchas de mis amistades en las redes sociales (apuesto 20 a 1 en Facebook) comentan algo sobre almóndigas sin haber leído estas líneas accidentales ni las esenciales de Pons?

(Este artículo aparece inicialmente en ScriptaManent).

La coma del vocativo. De una vez por todas

Como nos recuerda la OLE10 (la Ortografía de la lengua española de 2010):

“Se llama vocativo a la palabra o grupo de palabras que se refieren al interlocutor y se emplean para llamarlo o dirigirse a él de forma explícita”

Ejemplos:

¿Me escuchas, cariño?

¿Puede atenderme el jueves por la tarde, doctora Fernández?

Hola, Pedro.

Esta situación, queridas compañeras, no se puede mantener durante mucho más tiempo.

Sí, señor.

A sus órdenes, mi comandante.

¿Vas a venir al cine, Montse?

¿Montse, vas a venir al cine?

 

Hace unos días, escribí un tuit a raíz de un vocativo mal empleado en el diario El Mundo:

El error fue corregido al poco tiempo en la edición digital del diario (sin darme siquiera las gracias), pero es un ejemplo claro de que es necesario separar el vocativo por una coma. Obviamente, no es lo mismo «Esther, te toca» que «Esther te toca». Esto no es un capricho, sino una manifestación de algo evidente: como nos recuerda la OLE10, cuando una expresión nominal funciona como vocativo, se pronuncian como átona. En los ejemplos de esta obra, en «Puede irse, capitán Ochoa» se pronuncia [kapitanochóa] (adviértase que en esta obra no se hace una transcripción fonética pura, sino simplificada). Sin embargo, cuando decimos el capitán Ochoa la palabra capitán recupera su tonicidad: [elkapitán ochóa].

En otro lugar de la obra, se nos recuerda que la puntuación segmenta el discurso y ayuda a establecer claramente las funciones gramaticales y las relaciones sintácticas que existen entre ellos. Como en el ejemplo de Twitter, es clara la diferencia entre:

Eugenia escucha con atención.

Eugenia, escucha con atención.

 

Alberto escribe bien.

Alberto, escribe bien.

Por lo tanto, cuando nos dirigimos al interlocutor de forma explícita, es necesario poner una coma. La OLE10 lo afirma de manera tajante: «los vocativos se escriben siempre entre comas, incluso cuando los enunciados son muy breves».

Últimamente, parece que esa coma del vocativo ha desaparecido del mapa. Y no solo en contextos más coloquiales o cotidianos, sino en el mundo académico, tanto en correspondencia por correo electrónico (casi nunca un «Hola, compañero» sino *»Hola compañera) como en contextos escritos aún más formales. El vicio se ha extendido tanto que aparece ya incluso en escritos de corte institucional.

La ortografía es una convención que pertenece a una comunidad y es conveniente que, mientras la norma no cambie, las personas cultas la respeten.

Bibliografía:

Asociación de Academias de la Lengua Española. (2010). Ortografía de la lengua española. Madrid: Espasa-Calpe.

¿A qué sabe el color amarillo? ¿Cómo suena el número tres? La sinestesia

Los estudiantes del ámbito de las Humanidades conocen perfectamente el concepto de sinestesia como la relación de un término con otro procedente de un sentido diferente al primero (también se relacionan términos referentes a lo sensorial con sentimientos o cuestiones abstractas). Cuando Juan Ramón Jiménez dice «Es de oro el silencio, la tarde es de cristales», está relacionando, en el primer caso, el silencio, término que, en todo caso, estaría vinculado a la ausencia de sonido (sentido del oído), con el oro, que podríamos adscribir al sentido de la vista; y, en el segundo caso, se relaciona la tarde con los cristales, término que podría adscribirse al sentido de la vista (o del oído, si pensamos en su sonido).

Sin embargo, suele ser menos conocido el fenómeno neurológico de la sinestesia:  «La sinestesia es un fenómeno neurológico caracterizado por la activación simultánea de dos sistemas (o atributos) sensoriales, uno de los cuales no ha sido estimulado directamente. Dicha activación se produce de una forma involuntaria, automática y consistente a lo largo del tiempo» (acceso al artículo aquí).

Miguel Ángel Criado escribe un artículo muy interesante en El País sobre la base genética de este fenómeno. Como hemos sugerido en el título de esta entrada, los sinestésicos pueden asociar las letras con colores o es posible también que asocien un sabor a una palabra. No puede negarse que esta alteración, vista con ojos de una persona de letras, tiene asimismo grandes dosis de poesía.

Es posible, según los estudios, que los niños nazcan con sinestesia y la vayan perdiendo a medida que van creciendo. Al parecer, son frecuentes en los niños las conexiones entre sonido y visión o que las palabras evoquen ciertos colores. Como sostiene el artículo, algunos niños, por razones genéticas, conservan la sinestesia y otros la pierden.

En todo caso, nosotros siempre tenemos la creación poética para recordarnos esas asociaciones que, pareciendo extrañas, son básicas y se sumergen en nuestro cerebro de niños.

Actualización:

Las casualidades son así: justo ayer, en Microsiervos, Wicho escribió sobre la sinestesia como condición neurológica y añadió un enlace al vídeo de Lola, una mujer que padece sinestesia léxico-gustativa. Como se señala en la entrada, Lola dice maravillas como estas:

Como siempre me ha pasado, no sé lo que es que las palabras no te sepan.

La poesía me sabe muchísimo. Es un motivo más para que yo aprecie la literatura.

El vídeo es este:

 

Criado, M. Á. (2018, March 6). Tras los genes del sabor amarillo o las ecuaciones coloreadas: así funciona la sinestesia. El País.

Recordemos que en el segundo episodio de la cuarta temporada de House una piloto de las fuerzas aéreas que quiere ser astronauta sufre ese trastorno.

El logo de Lacoste puede no ser un cocodrilo

 

Lacoste empieza una campaña para ayudar a las especies animales en peligro de extinción. Diez animales en peligro de extinción sustituirán al logo tradicional de la marca. El número de polos con el logo del animal en cuestión se ha limitado a 1775, que son el número de individuos de esa especie en peligro. Parece que la campaña ha tenido éxito, porque se han agotado al poco tiempo.

Los Cinco, Antonio Orejudo y yo – Sobre lecturas y escrituras

 

Acabo de leer el libro Los Cinco y yo, de Antonio Orejudo. Es un libro magnífico, escrito en el sendero más interesante de la autoficción, que nos hace reflexionar sobre la lectura. Sin desvelar mucho del libro, nos hace reflexionar, en realidad, sobre la lectura en tres niveles y sobre la escritura en dos. Por supuesto, es un libro que va más allá de la metaliteratura: sus reflexiones sobre el pasado y sobre el presente, sobre el presente mediatizado por el pasado, sobre el pasado mediatizado por el futuro y otras muchas cosas más lo convierten, de por sí, en una obra merecedora de una lectura atenta. Pero esa triple reflexión sobre la lectura (y su materialización en dos niveles de escritura) es una de las bases de la construcción del libro de Orejudo.

Todos esos niveles están intercalados en un mismo plano de forma muy inteligente. El primer nivel y la base de todos los demás, son los libros de Los Cinco de Enid Blyton. Aunque más joven que Orejudo, pertenezco a esa generación lectora que se formó con los libros de Los Cinco. Escribí, hace ya mucho, una entrada, titulada Thaumasía en la isla Kirrin, en la que hablaba sobre la curiosidad y admiración que me provocaron las novelas juveniles de Blyton. En casa había un par de libros, que empecé por casualidad y, durante unos años, propicié que todos los regalos de cumpleaños y de Reyes fueran completando toda la saga. Nunca he realizado, como Orejudo, una revisión –ni crítica ni acrítica– sobre estas novelas, pero la lectura de Los Cinco y yo ha conseguido reavivar esa chispa lectora juvenil que mantuve durante aquellos años. Luego llegaron lecturas de más «calidad», pero nunca las consideré «mejores», sino una evolución lógica de lo que estaba empezado y ya no podría parar.

El segundo nivel de lectura (y el primero de escritura) lo supone una supuesta novela de Rafael Reig, After five. Rafael Reig es un escritor real, amigo de Antonio Orejudo. Todo forma parte del juego literario que establece Orejudo a raíz de esta novela apócrifa: su escrito es una reflexión sobre el libro de Reig, en el que se nos habla de la vida de Julián, Dick, Ana y Jorge después de las novelas: su evolución como adolescentes y su vida como adultos. Como digo, este es el primer nivel de escritura de Orejudo, como creador de esta primera cota sobre la que escala su narración sobre los Cinco. Y un segundo nivel de lectura que se intercala necesariamente sobre el primero: no se trata ya solamente de hablar de las novelas de Los Cinco, sino de hablar de esas conexiones entre pasados y presentes. Orejudo aprovecha para, partiendo de la infancia, hablar de su juventud, de sus inquietudes, de la vocación literaria de ese Toni que está, sin ser una equivalencia exacta, tan cerca de él y de Reig en sus años de universidad. Vemos ese registro del pasado que construye la juventud sobre los cimientos de la infancia. Los Cinco son aprovechados, en este nivel, como argamasa que conjunta la niñez y la juventud como premonición de lo que puede ser el futuro.

El tercer nivel de lectura (y el segundo de escritura) es la novela Los Cinco y yo como tal. Es un nivel que, como los anteriores, asume y abarca los anteriores. Ahora se trata de cómo la lectura de los libros de Los Cinco y la necesidad narrativa que tiene el autor de hablar del libro After five de Reig le lleva a extender ese pasado y ese presente como reflexión intrapersonal, interpersonal y diría que generacional. Sin desvelar nada importante para posibles lectores de la novela, diremos que ese juego interno de narradores y lectores también los convierte, doblemente, en personajes. Y comprobaremos hasta qué punto pueden sus vidas combinarse, intercalarse, mezclarse y confundirse con las de Julián, Dick, Ana y Jorge.

Todos los lectores de Los Cinco tuvimos nuestra casa en la de tía Fanny y tío Quintín. Tuvimos experiencias gastronómicas de platos que nunca habíamos comido en nuestras casas. Tuvimos unas excursiones mágicas y llenas de peligros de la que nuestros cuerpos salieron ilesos, aunque nuestro corazón se agitó al ritmo trepidante de los acontecimientos Descubrimos que las islas y los tesoros estaban más cerca de lo que nos imaginábamos. Mientras aprendíamos a ser personas, supimos gracias a Los Cinco que la vida está llena de pasadizos secretos que servían como vasos comunicantes de nuestras experiencias adolescentes. Lo malo es que, ya de adultos, se nos olvidó todo y los pasadizos secretos los convertimos en laberintos. Pero ahí están las novelas de Los Cinco para recordarnos esa verdad y ahí está la novela de Orejudo para recordarnos que la realidad y la ficción están más unidas de lo que parece. Siempre.

 

 

 

(Esta entrada pertenece a la serie Sugerencias, que tenía muy abandonada. Apareció en mi blog personal, VerbaVolant.

La patria eslava y la lingüística forense. Una observación a propósito de la serie Unabomber.

 

En el tercer capítulo de la serie Mahunt: Unabomber, Natalie habla a James Fitzgerald de lo que sería un concepto clave para resolver el caso Unabomber. No haremos especial énfasis en la parte argumental de la obra para no desvelar contenido relevante para quienes no la hayan visto.  Natalie Rogers era una lingüista de la universidad de Stanford que colaboró de forma decisiva con Fitzgerald, agente del FBI y que, con su conocimiento especializado, condujo al descubrimiento, aplicación y puesta en valor de la lingüística en su aplicación al campo criminalístico y judicial (la lingüística forense).

James y Natalie están cenando en un restaurante y ella habla del pueblo eslavo:

–Alrededor del año 600, el pueblo eslavo apareció de repente por toda Europa. Ya sabes, Alemania, Polonia, Serbia, Rusia… Pero nadie podía entender de dónde venían.

–La patria eslava.

–Así es. Fue un enorme misterio histórico hasta que comenzaron a estudiar su lenguaje y se dieron cuenta de que en el protoeslavo no existían palabras para ciertos tipos de árboles. tuvieron que pedir prestadas palabras para el roble, para el haya y el pino… [La lingüista explica de forma gráfica estos conceptos con los elementos que hay en la mesa]. Los nachos son Europa. Los eslavos están en todas partes, pero no tenían una palabra para jalapeños. Así que no podían venir de aquí. Tampoco tenían una palabra para frijoles o para la salsa o para la crema agria. Lo cual excluye todas estas partes, excepto esta de aquí. El valle del río Pripyat está en Ucrania. Básicamente, es un enorme pantano.

–El único lugar de Europa donde no hay árboles.

–Exacto. Fue brillante, porque hasta entonces, solo habían estado buscando las palabras que tenían, pero la clave eran las palabras que no tenían.

Aunque por lo que se refiere al protoeslavo en la actualidad hay cierta controversia sobre la validez de la teoría de un protoeslavo común, lo importante aquí es destacar algo que ya había señalado el estructuralismo de Saussure: en el sistema de la lengua, es tan pertinente lo que aparece como lo que no. Y, aplicado a la lingüística forense, no solo hay que estudiar las palabras, formas y estructuras que aparecen de forma manifiesta en los textos, sino todos aquellos elementos que no aparecen pero son igualmente significativos.

De esta manera, no usar determinadas estructuras sintácticas, no emplear determinado tipo de combinatoria en las palabras o no utilizar determinados vocablos nos puede llevar a conocer características esenciales del autor de un determinado texto.

A James Fitzgerald le costó muchísimo convencer a sus jefes del FBI de que, en muchas ocasiones, la clave está en el uso del lenguaje.

 

 

La ortografía y los actos sociales

Los profesores de Lengua y de Lingüística nos encontramos en una situación incómoda:

Por un lado, como lingüistas, somos muy conscientes de que no existe nada que sea correcto o incorrecto. Nuestra tarea, en este sentido, es descriptiva o, como mucho, explicativa. Y cuando nos llega una variante rara, un fenómeno extraño, una forma peculiar, nos ponemos más contentos que un muchachito cateto cuando le notifican que ha sido seleccionado para Acapulco Shore. Es más, la mayor parte de la población mundial piensa que a lo largo de nuestros estudios universitarios no hemos hecho otra cosa que aprender a distinguir cosas correctas de engendros incorrectos, pero, afortunadamente, nos dedicamos a estudiar cosas más sugerentes o interesantes.

Por otro lado, como profesores de Lengua, nos encontramos en una posición privilegiada para abordar, con perspectiva, cuestiones sobre el uso del lenguaje en sociedad. Y podemos orientar y aconsejar a los demás –y aplicarnos el cuento– para realizar con éxito esa inserción en la sociedad por medio del lenguaje. En una cultura determinada, todos conocemos cuál es el protocolo para presentar a una persona y sabemos, además, ajustarlo a una situación determinada: parece obvio, por ejemplo, que no es lo mismo presentar a alguien en un ámbito formal que en un grupo informal de amistades. Las normas en la mesa también nos son de utilidad. Si asistimos a una comida muy protocolaria, nos ayudará sobremanera saber cómo tenemos qué sentarnos y cómo servirnos del utillaje que se encuentra a nuestra disposición. Como no nos gusta que nos pase como a Julia Roberts en Pretty Woman, es agradable y conveniente tener un consejero que nos enseñe qué copa utilizamos para el agua y cuál para el vino tinto, o qué tenedor nos viene bien para la carne y cuál para los entrantes. Asimismo, agradeceremos que nos hayan aconsejado no chupar la pala del pescado o cómo poner los cubiertos en el plato para indicar que hemos terminado o no. Lo absurdo sería pensar que todas las comidas son de postín y que estamos siempre de cena de rechupete con Isabel II en el palacio de Buckingham. Porque sería igual de incoherente estar de chuletada con amigotes (y amigotas) y menospreciar las chuletillas y el chorizo porque no nos han puesto un bajoplato y criticar la presencia de abundantes servilletas de papel, el porrón o los vasos de plástico. Y depende también de si estamos en China o en España para saber si sorber o no la sopa o cómo acercarnos la comida a la boca.

Este –creo– es el cometido que debe de tener la ortografía en la sociedad. No para mirar por encima del hombro a nadie, no para menospreciar una variante sobre otra, no para formar parte de una élite (o elite 🙂 ). Se trata, por lo tanto, no de que impere el normativismo porque sí, sino que predomine y gane el sentido común. Como en todas las sociedades, tenemos personas apocalípticas e integradas, pro- y antisistema. Hay lingüistas punki y acomodaticios, modernos y de toda la vida. Personas que al oír la palabra RAE sufren de alteraciones del ritmo cardíaco, sudoración y arrobo, y amantes de la pleitesía extrema y de doblar el espinazo ante cualquier cosa porque la diga alguien con autoridad. La cosa, desde luego, es mucho más compleja y tiene más variantes, pero creo que sirve para esquematizar lo que quiero decir.

Es curioso que en esto de la ortografía seamos tan fieles a lo que nos han enseñado desde pequeños que nos negamos a aceptar cualquier cambio, sea o no razonable. La lengua nos la suda, pero nos negamos a admitir que guion no lleve tilde, por lógicas que sean las razones. O que, por fin, se resuelva la incoherencia que suponía que rió llevase tilde cuando río la lleva también. Que se defienda a capa y espada que las mayúsculas no llevan tilde porque algún profesor mal informado lo dijo en su momento. Tengo unos cuantos conocidos apellidados Saiz que se empecinan en poner tilde a su apellido del mismo que tengo a otros tantos próximos apellidados Díez que mantienen a capa y espada que su apellido no lleva tilde. Lo importante, a mi juicio, es tener una base de educación común para saber qué hacer con las palabras y cómo escribirlas. No se trata, como digo, de denigrar al que no lo sabe, sino de que, poco a poco, todos nos podamos sentir cómodos en la escritura, que no es natural en los seres humanos como la palabra hablada y que puede no ser fácil. Como lingüistas, cada uno de nosotros puede ser fonetista, etimologista, encauzador del uso o una evolución o mezcla de todas esas cosas. A la sociedad, eso se la debe traer al pairo. Como profesores de lengua, podemos canalizara algunos conocimientos sencillos que ayuden a las personas cuando se sientan a la mesa del lenguaje escrito.

¿Llevaremos a la cárcel al que encabece un correo electrónico con la fórmula «Estimada colega» y ponga, después, una coma? Está claro que no. ¿Cadena perpetua para el que ponga mayúsculas a la primavera, a los sábados o las mañanas de abril? Ni hablar. ¿Pena de muerte por escribir mal un prefijo o un punto tras un símbolo? Ni de coña. Tomemos la ortografía como un juego de cartas. Expliquemos bien las reglas –que sean pocas y claras, por favor– y, sobre todo, animemos a la gente a jugar. Y también a juzgar y a insubordinarse. La ortografía no tiene que ser un porque sí, sino un algo razonado en su evolución. Pongo un ejemplo de regla absurda en un determinado contexto: nos ponemos a guasapear y, sin emplear ningún emoji, queremos poner la onomatopeya de una carcajada. La ortografía académica nos aconseja separar cada elemento y poner comas (ja, ja, ja, ja). Pero no olvidemos que estamos en el contexto de amigotes y chuletas. Cualquier persona sensata tirará la regla por la ventana y se reirá (jajajajaja). Es certero, eficaz y, sobre todo, rápido y práctico. Eso sí, las comas pueden salvar vidas, como nos recuerda José Antonio Millán en su libro Perdón imposible (nótese la diferencia que hay entre «Perdón imposible, que cumpla condena» y «Perdón, imposible que cumpla su condena»).

Desde hace ya unos años, puede detectarse un declive en el uso de una ortografía ajustada a las normas. Como decía más arriba, no me refiero a personas sin formación, sino a profesionales, profesores incluso, que trabajan con la palabra escrita de forma cotidiana. Lo importante, a nuestro juicio, es conocer las normas elementales de vestir. Y luego, cada cual que se vista como le dé la gana, sabiendo lo que eso representa. Si a nadie se le ocurre acudir a dar una charla a pecho descubierto o a la boda de su hermana en paños menores, estaría bien que supiera cómo puntuar de forma correcta un texto.

Imagen de Jef Safi.

Argumentación: di lo contrario diciendo lo mismo o viceversa… y sal siempre ganado

Hacienda-la-Colora

En nuestra anterior entrada, enseñábamos que un recurso muy útil en las discusiones es dar la razón a tu adversario. Hoy vamos a seguir con una serie de recursos argumentativos útiles en los intercambios verbales hablando de la syncrisis.

La syncrisis es un recurso argumentativo mágico porque tiene un poco de metáfora (o de símil) y un poco de antítesis o, como reza en el título de esta entrada, es un recurso que nos sirve para decir lo contrario diciendo lo mismo o para decir lo mismo diciendo lo contrario. De este modo, con este recurso podemos comparar cosas opuestas o establecer distancias con cosas muy similares.

Vamos a explicarnos:

La syncrisis sirve para comparar conceptos (o personas) opuestos para evaluar su valor relativo. Se establece una comparación o equivalencia aparente entre dos elementos para hacer que uno prevalezca sobre otro. Imaginemos conversaciones como estas:

  1. Mira que eres cabezota.
  2. No, no de cabezota nada. Lo que soy es constante.
  1. Luis es una persona muy constante.
  2. ¿Muy constante? Lo que pasa es que es un cabezota.

El primer caso, va a favor del segundo interlocutor. Desde luego, ser constante no es ni siquiera parecido a ser cabezota, pero B ha logrado establecer una equivalencia a su favor entre cosas opuestas. En el segundo caso, ocurre exactamente lo mismo, pero lo contrario (¿veis, ya hemos hecho otra syncrisis): A alaba a Luis por su constancia, pero B. diferencia, comparando, la presunta constancia de Luis con su cabezonería.

Pongamos más ejemplos:

  1. María tiene una capacidad tremenda para conocer y aprovechar las terapias alternativas.
  2. Con este «dominio» de las terapias alternativas, lo que se demuestra es que María es una iluminada.
  1. Lucas es un zote como la copa de un pino. No pilla ni una indirecta.
  2. Hija, no seas bruta. Digamos que es… limitado.

En el primer ejemplo se juega con conceptos referentes al conocimiento: A piensa que María es una persona con gran capacidad, lo que presupone que es una persona inteligente. Sin embargo, B consigue descalificar las terapias alternativas: esa capacidad, de ser un elemento positivo, se convierte en un elemento negativo que no deja a María en muy buen lugar. En el segundo, se matiza un término demasiado violento y despectivo (zote) sustituyéndolo por un término más comprensivo. Hemos de notar que, en este último caso, dependiendo de la pronunciación, también podemos introducir un tercer elemento: la ironía.

En el cuarto capítulo de la tercera temporada de la serie Halt and Cath Fire se utiliza en un diálogo una syncrisis hablando, precisamente, de otros recursos expresivos:

  1. Es una metáfora.
  2. De hecho, es más una alegoría.
  1. Una alegoría es una metáfora.
  2. Jódete.

Entre A y B, se produce una discusión técnica (aunque, de hecho, dentro del diálogo es solo una pequeña anécdota de corte dialéctico). La posición de dominio argumentativo es para A, pese a la interpelación de B. Tenemos, por lo tanto, dos syncrisis: en la primera, B hace notar la diferencia entre metáfora y alegoría (oposición de sinónimos); en la segunda, A deja claro que, pese a ser dos cosas diferentes, una (la alegoría) se engloba dentro de otra (la metáfora). ¿Quién gana? B, A, sin lugar a dudas.

¿Que un político quiere defender un ataque de su ejército? Pues a la interpelación de «Estamos en una guerra» nos dirá «No es una guerra, es una manera de protegernos contra X» y se quedará tan fresco. ¿Que un terrorista quiere justificar sus acciones? Pues le dirá a un periodista que no hablemos de «acción terrorista», sino de «conflicto armado». Por supuesto, se preocupará también de denominar «tregua» al cese de sus acciones. Así utilizará la syncrisis para que todos pensemos que esos términos son sinónimos y que estamos hablando de bandos de un ejército.

En español, tenemos la palabra sincretismo, que tiene el mismo origen. En el DLE ya nos dice que, etimológicamente, significa ‘coalición de dos adversarios contra un tercero’. Los términos, descompuestos, son σύν (‘juntos’, ‘con’) y κρίσις (‘juicio’, ‘crítica’). Por lo tanto, dos cosas que, unidas, sirven para criticar o poner en tela de juicio

Estas entradas tienen un objetivo muy práctico, así que no descenderemos a detalles muy técnicos. Solo comentaremos que, curiosamente, no ha sido muy tratada en el ámbito hispánico, sino que se ha teorizado sobre ella básicamente en el anglosajón. Lo que no deja de ser interesante es cómo, desde un punto de vista semántico, el concepto de sinonimia y de antonimia a veces, aunque parezca una paradoja, están más próximos de lo que parece. O no lo llamemos paradoja; llamémoslo, simplemente, algo que se rige por una lógica… diferente. Y vaya, ya hemos vuelto a la syncrisis

Imagen de Hacienda-la-Colora.

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